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sábado, 25 de junio de 2011

Ars Amandi





Ovidio escribe hace muchos siglos un ‘Ars Amandi’, en él plantea que el amar a alguien es parte de un arte. Entendiendo el contexto en el cual escribe este ilustre personaje, en realidad más que el arte del ‘amor’ romántico, tiene que ver con el arte amatoria, es decir un texto más bien voluptuoso en el que la sensualidad y el contacto entre cuerpos es el centro, principio constructivo.
Hace pocas semanas, mi amiga encuentra el amor a la vuelta de un twitt. El amor en su máxima expresión, en la que ella salta de una cama a correr en un vendaval como las pinturas de Turner, arrastrada como Francesca en la Divina Commedia. Ella, toda ella, se deja arrastrar por una corriente difusa y extraña. En toda esa carrera contra el tiempo y las cenizas, toda ella siendo pura sonrisa me dice: “di más que en cualquier otra situación’ y luego de un acto sublime de entrega –de ella misma- despierta con una fuerza total y regresa a crear. Y realmente resurge de las cenizas.
Hablo con mi otra mentora, y le cuento una situación ‘x’ que tuve en los últimos días. En un momento, la leo triste y me doy cuenta de que lo que le cuento le provoca malestar. No el malestar por el hecho, sino por la asociación. Trato de callar mi mano, y me pregunta –como inquiriéndome- ¿cuál es la causa de amar?. Me lo tira, me lo escupe, y creo que me abofetea con la pregunta. Y trato de no pensarla mucho. Porque si la pienso me voy a descomponer.

Miro un momento Telefe y veo un capítulo de los Simpson. Bart se ha enamorado de una chica imposible (imposible porque es más grande, porque es su niñera y porque es la novia de Jimbo Rosso –chiste estúpido del ‘borroso’ me viene a la mente- ). La chica le escupe la mano y Bart decide no volver a lavarse la mano nunca más. Bart luego actúa para dejar mal parado al borroso, lo logra. Sin embargo, no consigue a la chica por su ‘falta de bigote’.
La pregunta de la lluvia de Sibilantes hace ruido. Pero qué se le va a hacer, tengo que contestarle a mi amiga. Y me veo respondiendo que la causa de amar es justamente el efecto que le produce a uno el ‘estado’. (otro día igual hablaré de la diferencia entre ‘amar’ y ‘estar enamorada’). Le contesto, de forma escueta, que el amado mueve al amante aunque no esté interesado en él. El amante gira y gira alrededor de su primer móvil aristotélico. Gira como girarían los penitentes, alrededor y subordinados a Dios, desde el punto de vista místico. Lo persiguen como uno persigue el deseo, y no renuncia a él. Por más que no lo consiga nunca, porque eso mismo es el deseo, algo que no es posible. De lo contrario se vuelve un anhelo. Por eso es que el deseo muta tanto…

Karina en el Abasto. Da vueltas, muchas. Pero esta vez sabe que tiene que ir a buscar un libro: “Lengua Madre”. Nuevamente se topa con un libro inconseguible. Pero afortunadamente, el mismo se encuentra en ese lugar. En Yenny, y algo le hace ruido. No recuerda bien, pero algo del orden de lo onírico se le aparece enseguida. Al alcance de su mano encuentra dos libros. De haber tres, de seguro los hubiese llevado. Pero solo había dos. Ni siquiera miró su contratapa. Así, como si fueran los chocolates para un domingo, y como si fueran unos bellos zapatos de taco altísimo, los tomó contra su pecho. Fuerte latía el corazón. Le habían hablado de Murakami. Y ella estaba contenta porque los tenía. Y se fue a la caja. Allí le preguntaron: “¿Para regalo?”. Ella respondió: “Sí, son para mí”. Salió contenta de ese lugar, nuevos amantes estarían haciendo de ella un ser amado. Y estuvieron encerraditos en su bolsa de celofán y su papel de regalo. La pregunta de Silvina movilizó que ella recurriera a Murakami. Y cuando abrió la bolsa, el envoltorio se encontró con las contratapas. No voy a usar la palabra contratransferencia para no resultar violenta. Solo transcribo a lo copista aquello que he encontrado en las contratapas de los dos libros que estaban envueltitos, pero ahora están en cerrados. Todavía estan bajo celofán. ¿Habrá que conjurarlos?

Tokio Blues, Norwegian Wood: Mientras aterriza en un aeropuerto europeo, Toru Watanabe escucha una vieja canción de los Beatles que le hace retroceder a su juventud, al turbulento Tokio de los años sesenta. Recuerda entonces con melancolía a la misteriosa Naoko, la novia de su mejor amigo de la adolescencia. El suicidio de éste les distanció durante un año, hasta que se reencontraron e iniciaron una relación íntima. Sin embargo, la aparición de otra mujer en su vida lleva a Toru a experimentar el deslumbramiento y el desengaño allí donde todo debería cobrar sentido.

Al sur de la frontera, al oeste del Sol: Hajime vive una existencia relativamente feliz –se ha casado, es padre de dos niñas y dueño de un club de jazz- cuando se encuentra con Shimamoto, su mejor amiga de la infancia y de la adolescencia. Y la atracción renace. Hajime parece dispuesto a dejarlo todo por ella…Una historia sobre amores perdidos y recobrados, sobre la consumación de una promesa de plenitud, que destila la indefinible sensación de desajuste con el mundo que acucia al hombre contemporáneo.

De la lectura de la contratapa extraigo dos respuestas. Sibilante SilBinita, la causa es innecesaria, lo importante es la consecuencia. La consecuencia, lo sabés es el sufrimiento, porque todo siempre está destinado a terminar. El punto es que en la duración del TEMPO la sensación opiácea (Freud la llamaba sentimiento oceánico en su ‘Malestar en la cultura’) no importa en sí la causa del amar, sino más bien las consecuencias del ‘des-amar’ porque la pregunta más bien sería ¿qué hace uno con todo eso que le quedó dentro? ¿Qué se hace con toda ese ‘dar’ como el que tuvo mi amiga, cuando el Otro –así con una gran ‘O’ mayúscula- desaparece? ¿Lo aconsejable es bloquear, borrar y no registrar?

Otra cuestión, amiga, ¿mentirSE o no mentirSE? Alguien me dijo que el efecto de la mentira es verdadero cuando uno se lo puede creer y lo sostiene sinceramente. Acto seguido, le dije que no podía mentir porque por mi falta de memoria, me piso. No es falta de creatividad, sino más bien sobreexigencia de la creatividad. Me asustó la confesión de mi interlocutor que si algo le faltaba era ser considerado un mitómano de libro. La pregunta es ¿Sirve mentirse inventando falsos olvidos? Mirá que el inconsciente se encarga de traerte eso que borraste a tu realidad, y ahí no hay Universo paralelo que te rescate. Y terminar uno como un satélite, un satélite rodeando alguna órbita, un Sputnik, mi amor. Un satélite a la deriva, que con una perra LaiKA dentro, da vueltas y vueltas alrededor de vaya a saber que primer móvil….

Reflexiones a la vuelta de mi lectura…

domingo, 12 de junio de 2011

MALDITA LISIADA (COMPLETO)



LA CULPA DE ESTOS DOMINGOS, FUE LA ADOLESCENCIA CON ESTAS NOVELAS...

Perversamente Pelotudizada




Entra a una página, y ve en ella “Cómo pude estar con semejante pelotudo/a?”, se solidariza con ella, y se pone a leer una serie de comentarios. Claro, es gente con el corazón herido y que justamente ha decidido juntarse cual horda a punto de lanzarse contra los recuerdos cadavéricos de aquellos que han sido unos completos pelotudos. Ella se ríe, hecho raro ya que en toda la tarde estuvo con cara de orto. Muy de orto, y con las peores ganas de estar a plena sonrisa. Se sonríe luego de haber borrado una serie de cosas de la computadora, al toque se lamenta ya que podría haber hecho un gran aporte a la página de los pelotudos/as que siguen considerándose bajo ese epíteto y así consideran a (o a la) infeliz de turno. Viene la ira y recuerda a su amigote que el viernes le dijo: “Todavía no desataste tu ira, todavía no encontraste la forma de enojarte”. Y claro, porque todavía estaba bajo los efectos de la narcolepsia que le impedía una reacción. Pero, a medida que pasaban las horas, fue pensando que si esos fueron pelotudos, debía tomar nota de su pelotudismo para que no pasara desapercibido. Había que tomar nota para justamente hacer algo creativo con eso. Entonces, quizás algún día, sean parte de una ficción:

El pelotudo del remis

Pelotudo importante. De esos que te dicen veinte mil cosas pelotudas para ganarte. Un pelotudo que habla porque tiene boca. Uno que dice: “No me quiero ilusionar ni me quiero enamorar porque me da cosa que tengas una historia con otro tipo”. A ver, pedazo de pelotudo, ¿vos sos o te hacés? Porque si te hacés, queda claro que forma parte de un acting, y que en definitiva no es más que una linda forma de vender algo que no sos, o sea en el fondo, te importa un bledo si me curto o no a otro, el punto es que no querés que tu ego sufra. Jodete por pelotudo. Por pelotudo y bocón te merecés menos que nada. Olvidate de ver mi tanga

El pelotudo de Natación

Oscila entre pelotudo e hijo de puta. Porque cuando hay compromisos, no hay que joder con la pelotudez. Que piquetera de acá, que pika pika de allá, en definitiva, un pelotudo más de que de lo único que queda el recuerdo, es que se puede nadar espalda con la velocidad de un ornitorrinco. Honestamente, la pelotudez fue adquirida en una escena donde yo regresaba de encuentro con amigas y el pelotudo en la parada del colectivo (pelotudo y rata y pobre) esperando bondi, me cuestiona acerca de dónde estuve, por qué tengo ese olor a cerveza, y encima, escenita. Por pelotudo tenés lo que merecés: no te dejé viajar por colectora.

El pelotudo del restorán

Pelotudo caradura que tiene portación de veinte hijos, veinte novias, y veinte departamentos en toda zona de Villa Urquiza. (jaaa!!!! Urquiza!!!) Su nombre es la conjunción del satanismo puro: se llama como ex novio chorro, que rima con hijo de puta no-amigo. Un turro. Paga la cena, escaria al ritmo de una, saca a pasear como trofeo de guerra, y ahí se manda la cagada fatal: “Ud sabe que me gusta en serio, cómo podemos negociar tener algo de verdad, ud dejaría al pez por mí?”. A ver pelotudo, vos con tu historial estás pidiendo que deje qué cosa???? Aaaahhhh porque vosss estássss comprometido pelooootuuddooooo!!!

EL PELOTUDO MAYOR

De chiquilín era malo.
De adulto, simplemente pelotudo. Suponemos que su máscara de malignidad, en el fondo es una forma de cubrir la pelotudez crónica que lo lleva a ser lo que es: un camaleónico con rasgos esquizoides. Con la bandera de la verdad y la transparencia, es tan pelotudo como Ricardito Alfonsín, avergonzando a todos con su unión a Narvaéz. Pelotudo por encargo. Sólo tiro una frase para la alegría de mis amigas: "Tengo que buscarme una docente de veinticinco años, ahí sí mi vida va a cambiar y tener un eje, GRAACIASSS AMIGAAA!!!" (frase tirada arriba de un micro, luego de un finde con tintes de melosidad asquerosa)

UN FUTURO PELOTUDO?

Manda chocolates. Tiene mis mismos gustos. Le gusta el cine japonés. Lee a Murakami. Es pelotudo? o es Gay? mmmnoooo saabemos...

Restos de un sábado por la noche (y algo como “El regreso de los muertos vivos”)





En la búsqueda de un libro inconseguible, ella buscaba por todos los lugares inimaginables donde habría de estar. Recordó haberlo ojeado en una época pasada. Como también recordó haberlo leído con profundidad cuando estaba absolutamente inmiscuida en las lecturas de feminismo de la diferencia. Recordó (porque que el acto de “recordar” significa ‘volver a pasar por el corazón’) sin pena, pero con mucha gloria que ese libro le había sido vedado tiempo atrás. Claro, ese libro fue vedado y tuvo que leer lecturas de ese mismo. Algo de lo inaccesible estaba en él. Interesante era el nombre “Un cuarto propio” de Virginia Woolf. Recordó que había negado a Virginia Woolf por mucho tiempo, por sobre todo cuando su ex novio, convirtió ese nombre en sinónimo de fantasma. Y cada vez que quería herirla, convocaba ese nombre, y ocasionaba una serie de cataclismo de asociaciones que le hacían imposible conectarse con esas lecturas.

Había que leerlo, ya pasó mucho tiempo de aquella vez. Claro que había que leerlo. Pero el problema era cómo, ya que ella no lo tenía en su poder. Tampoco sus amigos lo tenían. Algo en el orden del Imaginario se estaba anudando de vuelta (y por qué no, enroscando), y así como cualquier buscador de tesoros, se propuso encontrar el cuarto propio. Buscó en amigos, buscó en familiares. Buscó en personas a quienes nunca debería haber convocado (e invocado) en la búsqueda. Buscó por sus conocidos y por sus colegas. El libro no estaba por ningún lado. Tampoco el cuarto propio. Llama a su analista y le dice llorando que aspira a que alguien le preste “El cuarto propio”. Por la tarde, agotada y vencida sabe que no lo va a conseguir. A cambio de ese libro, recibe otro, y en él se le abre un “lugar” en un corazón que no tiene compartimentos ni lugares. Era demasiado. Sacó de su mente una imagen: el garage con el monopatín. En este momento, en el garage hay un monopatín ocupando lugar. Ese monopatín es obsoleto y un tanto molesto. Pero mientras siga estando, no va a haber lugar para poner una Ferrari. Se ríe de la imagen, la Ferrari le hace acordar a que cada vez que la insultan, le dicen menemista.

Perversamente, abre el libro. Ojea un par de párrafos. Sonríe con las dedicatorias y así, sin pena ni gloria. Coloca el libro al lado del otro. Ya no quiere leerlo. Algo se transformó: el miedo pasó a ser tristeza. ¿qué la pone triste? Saber que algo se murió. Saber que la terapia de electroshock, en el fondo es una mentira para justamente convocar en la ausencia. Ser consciente de que en el fondo, las despedidas son tristes y necesarias. En el sueño que antes era pesadilla, ella marcaba un número, y atendía alguien diferente, alguien inesperado que se venía a acomodar cual medialuna en la cadera. Ese elemento era una persona. Alguien que parecía no tener lugar, y sin embargo, ese lugar estaba allí. Porque siempre en el garage, hubo lugar para esas cosas. Reproduce el fragmento del sueño y piensa que las sillas se cambiaron para anunciar esto: la desaparición.

No podía pedirle ese cuarto propio a nadie. Justamente, en eso estaba la tristeza. Que ninguno podría darle eso que necesitaba. Ese lugar que ella no tenía y que había quedado parado por situaciones eventuales. En los distractores de su vida, había mucha tela para cortar. Justamente, había tela de velos y de pañuelos. Pero no había tela que resultara un sweater abrigado (dios, el invierno se vuelve detestable)

En una semana dos cosas: el cumpleaños de su ex, y el día del padre. Ex y padre. Padre y ex. Chancha y Chiche. Chiche y Chancha como dos sonidos dorso velar fricativo. Malditos archifonemas a los que parece remitir la evasión. Ellos no están. Ella no está. Y entonces aparece el cine de vuelta como una necesidad inexplicable de poner en palabras o imágenes algo de lo que ella no se puede hacer cargo.



Ver Casablanca, que M. B. le diga con qué se va a encontrar. Mandarle mensaje y que el otro tenga los diálogos la preocupa. No sabe que en el fondo, los clásicos son eso mismo: frases célebres que nos permiten recordar (dios, estoy odiando ese verbo). Entonces asiste a Humbrey Bogart, y se le llenan los ojitos de lágrimas cuando lee:

• “Algunos pelean, otros consiguen”
• “de todos los bares del mundo, tenía que aparecer justo en el MÍO”
• “siempre tendremos París”

y al toque piensa...."¿Me habré vuelto pelotuda y no me di cuenta?"

sábado, 11 de junio de 2011

LA PESADILLA (PARTE UNO)




EN LA PESADILLA RECURRENTE DE LAS CUATRO DE LA MAÑANA HAY ELEMENTOS PARA ANALIZAR, DIJO ELLA MUY ORONDA, Y TIRÓ EN PLENA SESIÓN QUE HABÍA MUCHA TELA PARA CORTAR (CORTAR QUÉ, LE DIJE, TODO ESTÁ CORTADO Y VIENDO QUÉ ESTABA PONIENDO EN PALABRAS ALGO INTRÍNSECO, RECURRÍ A LA TERAPIA DEL ELECTROSHOCK).
ORDENATE KARINA, ORDENATE, ME DIGO A MÍ MISMA. Y ESCRIBO LA PESADILLA, TODA DE UN TIRÓN PARA SACÁRMELA DE ENCIMA, PARA QUE NO SE SIGA REPITIENDO. PORQUE LA PESADILLA APARECIÓ HACE UN MES, JUSTITO PARA CUANDO YO DIJE, “YA ME HARTÓ LA FUNCIÓN, EN LA ESTRELLA DEL SUR”… Y AHÍ, DE REPENTE, MI INCONSCIENTE EMPEZÓ A JUGARME MALAS PASADAS. MANEJO MI DISCURSO, TRATO DE QUE NO HAYA FISURAS. SOY LA CHICA “ESTRUCTURA”. SAUSSURE, LEVY STRAUSS Y MUCHOS OTROS, SE SENTIRÍAN ORGULLOSOS DE LA HIJA DE LA RAZÓN Y LA CORDURA. Y SIN EMBARGO LA PESADILLA….

Por alguna extraña razón estábamos en el bar Acatraz (cuyo nombre remite a una prisión). Evidentemente, era mi cumpleaños pues todos mis amigos estaban allí. De los rostros amigos: Laura, Silvina, Sylvia, Silvina la Saidman Sibilante, Mariela P., Paula y otras caras que me elogiaban la ropa. El vestidito era negro, cortito, acompañado con la camperita de cuero. No es un detalle más, porque en el sueño me sentía divina. En mi brazo, colgaba mi mini cartera de cuero, que tenía un parche de corazón. Del otro, colgaba Esteban. Sí, se completó la imagen. El que acompañaba era Esteban, y agarrado de mi mano. No recuerdo haber transpirado (cosa que me pasa cada vez que alguien me agarra la mano, es como si me agarrase una necesidad imperiosa de correrla, sacarla, quitármela o vaya uno a saber qué). Y nuevamente las luces rojas. Nuevamente la cerveza corriendo. Yo esta vez lo besaba y le hacía pestañitas (apertura rápida de ojos como pidiéndole disculpas por algo). Amenazador, apareció la primera vez. Luego, fue mutando. Y esta última vez, estaba en la última silla, y de vuelta el juego de las sillas corriéndose. Esta vez, no me subí encima de Esteban. Sí, escondí mi cara en su cuello. Y mientras las sillas se iban corriendo, al igual que las personas. Llegó frente a mí. Estaba igualito. La frase célebre: “Nos separa una mesa” y yo casi poniéndome a llorar. Al toque, pasillo de espejos. La frase de vuelta: “Si no me podés mirar a los ojos, miráme por los espejos”. Otra vez, ella Perseo frente a Medusa. Miedo a paralizarme, otra vez la mano fría. Y ahí un elemento nuevo, yo en mano tenía un trozo de espejo roto. Miro mi mano, y esta roja, suelto el espejo que tiene sangre. Y me despierto.

CLARO. ES OBVIO QUE TENDRÍA QUE APARECER LA PESADILLA PORQUE APARECIÓ EL LIBRO. (O SERÍA AL REVÉS?). NO HAY TELA PARA CORTAR. SIN EMBARGO, MI MANO DUELE. NO SÉ SI ES PORQUE ME LA HABRÉ LASTIMADO EN EL SUEÑO. PERO LA VEO QUE ESTA MARCADA; LE CLAVÉ MIS UÑAS. ME REPITO A MÍ MISMA DE VUELTA “SI PASA LA BARRERA ES GOL”. ESO HABRÁ PENSADO QUIEN ESCRIBIÓ LA DEDICATORIA. QUE LOCO QUE JUSTAMENTE IGNORE QUE EL GOL DEFINE QUE SE ACABÓ EL PARTIDO.
DIJE EN MI PRIMERA SESIÓN DE TERAPIA: “QUÉ LOCO! VINE A DESFENESTRAR A MI PADRE, Y TERMINÉ HABLANDO DE X”. DIJE EN MI ÚLTIMA SESIÓN: “NO PUEDO MÁS QUE PENSAR QUE AMBOS ESTÁN DEL OTRO LADO, EN UN LUGAR DONDE NO PUEDO NI VOY A ACCEDER. PORQUE PARA ESTAR CON ELLOS TENGO QUE ESTAR MUERTA”. ME DI CUENTA DEL FALLIDO. “X” NO MURIÓ. SÉ, (SUPONGO, CREO, QUIERO CREER) ESTÁ VIVO Y BIEN. FELIZ, QUE ES LO PRINCIPAL. MI PADRE ESTA MUERTO. Y CADA VEZ ME HACE MÁS FALTA. “X” FUE MI GRAN ESCAPE, CUANDO NO TOLERABA LA SOLEDAD. MI PADRE SOSTENÍA, TODO LO QUE ESTUVIERA A SU ALCANCE, PARA QUE YO NO ME SINTIERA SOLA. “X” Y MI PADRE FUERON JUSTAMENTE EL ESPEJO DONDE ME REFLEJE (LOS ESPEJOS REFLEJAN Y REFRACTAN) Y ELLOS ESTÁN DE OTRO LADO. OBVIAMENTE LOS EXTRAÑO. OBVIAMENTE DESEARÍA TENER A MI PAPA DE ESTE LADO. QUISIERA UNA ÚLTIMA VISIÓN DE ÉL. QUISIERA QUE FUÉRAMOS AL AUTÓDROMO, O QUE QUIZÁS NOS RIÉRAMOS DE MI TÍA MONI. O ESTARÍA GENIAL QUE MIRÁRAMOS “LA PATAGONIA REBELDE” O “EL PADRINO” Y NOS MATÁRAMOS DE RISA MIENTRAS VEÍAMOS ALGO QUE NOS SABÍAMOS DE MEMORIA. TAMBIÉN CON “X” ME PASA CUANDO LO RECUERDO (NO AHORA, PORQUE ESTOY EN LA TERAPIA DEL ELECTROSHOCK) PERO LO QUE RECUERDO, ES QUE ME HIZO "mirar". CON TODA SU PARQUEDAD, ME HIZO SENTIR QUE HABÍA QUE SALVARLO A ÉL.

AL DESTINO LE GUSTA DAR VUELTAS Y JUEGOS. LE GUSTA CAMBIAR LAS CARAS EN LOS SUEÑOS (se lo llama “condensaciones”), Y JUSTO AHORA EMPEZANDO LA BÚSQUEDA DE “LA HABITACIÓN PROPIA” DE VIRGINIA WOOLF, LLEGA EL LIBRO, LA DEDICATORIA Y "LUGARES FICTICIOS GENITIVOS CORAZONADOS". QUE PENA QUE NO NECESITE ESE LUGAR AHORA….

lunes, 6 de junio de 2011

sin nombre, solamente un conjuro....



13

explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome

Registra, ella registra....

“Hace ya muchos, muchos, muchísimos años, esta tierra era nuestra y vivíamos instalados en la dicha gracias a una mujer excepcional, una diosa: la llamábamos simplemente Capitana y ella no esperaba nada más de nosotros, tan sólo guiarnos por sendas de felicidad y bienestar. Siempre fue humilde y siempre estuvo al lado de los humildes y de los desamparados. Fue nuestra luz, nuestra guía. La Capitana. Una madre para todos nosotros (…). Por una vez en la larga y triste historia de la humanidad, se habían invertido los papeles: ella les quitaba a los ricos para que a los muy pobres, a los siempre olvidados, no les faltara nada”

Luisa Valenzuela
Cola de Lagartija


“El cuerpo de Eva es portador de dos aspectos indispensables al régimen: de allí la importancia de su cuerpo real como forma visible de su cuerpo político. A diferencia del rey, cuyo cuerpo material es amparado por su cuerpo político y, por consiguiente, es indisoluble pero también puede sufrir todo los padecimientos de la edad y de la enfermedad, el cuerpo material de EVA es un refuerzo, un potencial al servicio de su cuerpo político. En realidad, casi podría decirse que ese cuerpo geminado ha invertido sus funciones: el cuerpo material de Eva produce su cuerpo político.

Beatriz Sarlo
La pasión y la excepción



Tuve que tomarme un break. El break de la distancia. Al principio, creí que eran ambos relatos de la misma especie. Que los dos planteaban un lugar común, el de tomar a Eva como eje y luego desde allí resignificar. Walsh y la militancia. Imposible separarlos. La ficción no se opone a la historia. Retomo la idea de mi primer lectura. Por el contrario, la ficción se hace cargo de eso que la historia no puede ‘decir’. Hay una verdad (varias) que pueden salir de la literatura. Hay una historia oficial, así con mayúsculas. Una historia que no está trabajada por la subjetividad. La historia es una serie de versiones, y de relatos que nos llegan. Estas versiones están tamizadas por ideologías. Esta historia, oficial (sigo) no está trabajada por ninguna subjetividad, desde allí, plantear que la literatura es el espacio de reposición de la memoria. Como ese cuerpo desaparecido. Ese cuerpo mencionado como un peregrino del destino de la patria. La historia oficial nos cuenta que ese cuerpo estuvo en varios lugares y sin embargo solo muy pocos supieron la verdad. Y en ese cuerpo radica la verdad de la que hablaba Sarlo, y a la que hacen referencia las citas que elegí en el principio. Cada vez que me encuentro con el cuento “Esa mujer” suenan voces de las desapariciones, ese terrorismo de estado que se devoró a sus hijitos y ella, la madre de los humildes, fue la primera víctima. Porque todo estaba en su cuerpo: desde su potencia discursiva, el ser mujer y ser quien (para todo antiperonista) lleva los ‘pantalones’ y ser una renegada. También ser una diosa, venerada y puesta en la actualidad como un ícono puro. El cuento me provoca intriga, porque sé que el coronel tiene la exacta cifra, donde está ese cuerpo. Y si ese cuerpo aparece, entonces habrá donde dejar mil flores y donde uno podrá pedir y sentir esa “edad de oro” de los mitos y las leyendas. Esas en las que mi abuela contaba que ELLA le había regalado la máquina de coser. Y la otra abuela contando que ELLA (ipsa) era la que los quiso deportar por no tener su retrato en el negocio. Yo creo que en este cuento se articulan por un lado, la cuestión de la identidad, la búsqueda hermenéutica por ese cuerpo (por todos esos cuerpos que necesitamos para recuperarlos, para tenerlos con nosotros) y para reparar esa ausencia. Porque siento que el periodista al principio posee un sentido de la esperanza. Él busca un cuerpo y todavía no sabe que en definitiva esa búsqueda habrá de marcarlo para siempre. La búsqueda está desde el principio del relato. Nunca se nombrará a la mujer, porque justamente es el lector quien debe reponer los significantes. No nos están vedados, están allí para que nosotros nos volvamos receptores y no pasivos. Estos textos nos están pidiendo un compromiso y un lugar. ¿Qué puedo decir de este cuento que no se haya dicho? (¿Hay alguna verdad que hallar?)

• Lo histórico, lo que sabemos

“(…) ¬¿Qué querían hacer?
¬Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
¬Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
¬Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso (…)”


Lo angustiante que ignoramos:

“(…) Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme (…)”

“(…) Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra (…)”

• El desconcierto ante el conocimiento

“(…)¬ Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano (…)”

“(…) ¬Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky (…)”


• Conocer es justamente desconocerSE


“(…) ¬Llueve día por medio ¬dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
¬¡Está parada! -grita el coronel¬. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho! (…)

¬“(…) Es mía -dice simplemente¬. Esa mujer es mía (…)”

Esa mujer (siempre amado Rodolfo)







El coronel elogia mi puntualidad:
­Es puntual como los alemanes ­dice.
­O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
­He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
­Esos papeles ­dice.
Lo miro.
­Esa mujer, coronel.
Sonríe.
­Todo se encadena ­filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
­La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
­¿Mucho daño? ­pregunto. Me importa un carajo.
­Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años ­dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
­La pobre quedó muy afectada ­explica el coronel­. Pero a usted no le importa esto.
­¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
­La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
­Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
­La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
­¿Qué más? ­dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
­La confundió con un ladrón ­sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
­Pero el capitán N. . .
­Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
­¿Y usted, coronel?
­Lo mío es distinto ­dice­. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
­Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
­Me gustaría.
­Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
­Ojalá dependa de mí, coronel.
­Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
­Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
­¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
­Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
­¿Qué querían hacer?
­Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
­Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
­Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
­Esa mujer ­le oigo murmurar­. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
­Desnuda ­dice­. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente­, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
­Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
­...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos­, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
­No.
­Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
­Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
­Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
­¿Pobre gente?
­Sí, pobre gente.­El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior­. Yo también soy argentino.
­Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
­Ah, bueno ­dice.
­¿La vieron así?
­Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
­Para mí no es nada -dice el coronel­. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
­A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
­¿Se impresionaron?
­Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
­Beba ­dice el coronel.
Bebo.
­¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
­¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
­Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
­Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
­Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
­¿Y?
­Era ella. Esa mujer era ella.
­¿Muy cambiada?
­No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
­¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
­¿Enciendo?
­No.
­Teléfono.
­Deciles que no estoy.
Desaparece.
­Es para putearme ­explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder ­digo alegremente.
­Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
­¿Qué le dicen?
­Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
­Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
­La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
­Llueve día por medio ­dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
­¡Está parada! -grita el coronel­. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
­No me haga caso -dice, se sienta­. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
­¿Eh? -dice­ ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
­¿La sacó usted?
­Sí.
-¿Cuántas personas saben?
­DOS.
­¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
­¿Dónde?
No contesta.
­Hay que escribirlo, publicarlo.
­Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
­¡Ahora! ­me exaspero­. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
­No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
­¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
­Es mía -dice simplemente­. Esa mujer es mía.


luego de la lectura...de viñas

“Lo que a mí me seducía en cambio eran sus márgenes, su oscuridad, lo que había de Evita de indecible, pensé siguiendo a Walter Benjamin, que cuando un ser histórico ha sido redimido se puede citar todo su pasado: tanto la apoteosis como lo secreto”

“Aunque nadie podía ver el cadáver, la gente lo imaginaba yaciendo allí, en el sigilo de una capilla, y acudía los domingos a rezar el rosario y a llevarle flores. Poco a poco, Evita fue convirtiéndose en un relato, que antes de terminar, encendía otro. Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo, y lo que dicen que hizo”

Tomás Eloy Martínez
Santa Evita

“Hace ya muchos, muchos, muchísimos años, esta tierra era nuestra y vivíamos instalados en la dicha gracias a una mujer excepcional, una diosa: la llamábamos simplemente Capitana y ella no esperaba nada más de nosotros, tan sólo guiarnos por sendas de felicidad y bienestar. Siempre fue humilde y siempre estuvo al lado de los humildes y de los desamparados. Fue nuestra luz, nuestra guía. La Capitana. Una madre para todos nosotros (…). Por una vez en la larga y triste historia de la humanidad, se habían invertido los papeles: ella les quitaba a los ricos para que a los muy pobres, a los siempre olvidados, no les faltara nada”

Luisa Valenzuela
Cola de Lagartija

“El cuerpo de Eva es portador de dos aspectos indispensables al régimen: de allí la importancia de su cuerpo real como forma visible de su cuerpo político. A diferencia del rey, cuyo cuerpo material es amparado por su cuerpo político y, por consiguiente, es indisoluble pero también puede sufrir todo los padecimientos de la edad y de la enfermedad, el cuerpo material de EVA es un refuerzo, un potencial al servicio de su cuerpo político. En realidad, casi podría decirse que ese cuerpo geminado ha invertido sus funciones: el cuerpo material de Eva produce su cuerpo político.

Beatriz Sarlo
La pasión y la excepción


Me doy cuenta de que es un tema que me apasiona. Que justamente la palabra pasión es fundamental para escribir el registro de estos dos cuentos. Porque no voy a separarlos. Porque no puedo hacerlo. Porque siento que cada texto que toque una fibra del relato de “Eva Perón” formará parte de una gran cadena de textos que se relacionen con otros y con otros. Porque fue, es y será una heroína de esas que tienen todo lo necesario para conmover y deleitar: la joven venida del interior llegada a la gran ciudad. La chica provinciana, que debía ser sirvienta y sin embargo entra en el mundo del espectáculo. De allí, directo a Perón. ‘Copera’, ‘Yegua’, ‘Esa mujer’. Pero también ‘Abanderada de los humildes’, y ‘Reina Rea’. Cómo no dejarme llevar por los relatos. Como no sentir la densidad del tema que esta brotando por salir, la historia para ser revelada. Y también la historia reBelada. Eso es Eva, personaje literario. El lugar por donde la literatura denuncia, porque ella con su cuerpo hacía eso: denunciar.

Leo “La mujer muerta” y de repente me encuentro con un problema de recepción. Contaminada creo por los relatos, creo que por momentos Moure es el capitán Moori Koening, y la joven de la fila, no es más que una Eva. Lo digo y lo afirmo. Por los comportamientos:

“(…)Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con una boca más ancha y unos ojos estirados.

—Usted no tiene esa boca— señaló Moure.

Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano:

—Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con un aire despreciativo (…)”

De hecho tuve que volver a leer, porque no entendí enseguida lo del levante seguro. En la segunda lectura, caí en la cuenta de que el texto presenta una situación perfectamente verosímil: la fila en la que miles se congregaron para ver y despedirse de Eva Perón. Hay fotos, hay relatos, hay muchas fuentes donde buscar para ver la ‘verdad’. Y en este relato, de márgenes se denuncia una cuestión de clase y de género. “La literatura denuncia, ese es el lugar que tiene en el relato histórico”, me digo y sigo adelante. Este cuento quiere mostrar algunos márgenes, algunas fisuras que no se ven. Me sorprende el final del relato. Me desarticula. Pero por sobre todo me arenga: “no te la vas a llevar de arriba Moure”, es mi frase mientras leo. Me preocupa un poco mi confrontación con el cuento, y acto seguido me pongo a pensar en que justamente esta es la función del registro. Levantar la cabeza, confrontar y reescribir. Ella, la joven, tiene rasgos y modos que aparecen focalizados como en un intento deliberado de mostrar su exultante masculinidad:

“(…) —¿Un poco de sopa? —ofreció Moure.
—No —ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el equilibrio y calzarse— Me aburre la sopa.
—¿Ni un poco?
—No (…)”

“(…) la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo (…)”

Enseguida me doy cuenta del error, ella no es masculina, típicamente, no se comporta como deberían comportarse las señoritas. Hay un ‘deber ser’ que revolotea en el relato de la historia de Eva. Ella no se comportaba. Ella era la dama del látigo. Todas quieren ser como ella. De allí que la joven del relato, aparezca tan distante y pero a la vez tan cercana como quien hará jirones de Moure. Y es que se lo merece. Él ve un levante seguro. Él ha estado rondando para tratar de hacer eso mismo antes, encontrar una señorita y sacarse las ganas. Solo que esta vez, algo le obstaculizó la concreción de su deseo: la muerte de ella. Toda la muerte de ella modifica la vida de todos, pero en Moure, es algo más. Porque la muerte de Eva trae el luto y por ende, no hay “amuebladas” donde parar y darse rienda suelta. Entonces, cuando da vueltas por la ciudad, habiendo logrado su cometido, la joven no puede parar la risa por el desafuero de Moure al no encontrar hotel, y es el final cuando él menciona su verdadera ‘identidad política’ enmascarada donde se produce la cachetada de realidad. La joven, fiel a su clase. Se va.

“(…)—Ah, no... Eso sí que no. —murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta— Eso sí que no se lo permito... —Y se bajó (…)”

La señora muerta; de David Viñas..




—No me gusta el olor de la goma mojada — fue lo primero que dijo esa mujer.

Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como lo había estado observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. “Levante”, se dijo. “Levante seguro”, y le sonrió:

—No es goma lo que se está quemando.
—Ah, ¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué es entonces?
—Inmundicias —murmuró Moure con malestar.
—¿Y de quién?
—De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo mismo.

Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de que la tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró Ya va, ya me di cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce y Moure advirtió que se palpaba los labios.

—¿Le duelen? —se le acercó.
—No. Estoy despeinada.

Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con una boca más ancha y unos ojos estirados.

—Usted no tiene esa boca— señaló Moure.

Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano:

—Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con un aire despreciativo.
—No, no...— protestó Moure.
—Pero me gusta tener una boca así.

Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. “No me puede fallar”, se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa irritación mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que decía, sin dejar de frotarse las manos.

—Rezan, ¿no?
—Sí —dijo Moure.
—Ah...—ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la chapa del hotel.
—¿Está cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía “No me falla; no me puede fallar”. Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso.

Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no, solamente que no estaba segura.

—¿Quiere irse?
—Cuando me sienta bien cansada.
Moure le oprimió el brazo:
—Pero mire que tenemos para rato.
Ella frunció las cejas:
—¿Lo dice en serio?
—Yo siempre hablo en serio.
—¿Y cuánto dice que falta?

Moure miró hacia delante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía murmurando algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado con una olla humeante que brilló bajo el farol:

—Unas tres horas —dijo.
—¿Tanto?
Moure presintió que a ella no le interesaba mucho
—Y, hay mucha gente —reflexionó.
—A la gente le gusta.
—¿Estar en la cola?
—Sí —dijo ella con desgano. Le gusta esperar algo, cualquier cosa...

La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba, cabeceaba y fruncía la frente. “Esta noche no puede fallarme”, seguía pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más despacio que en una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por cruzar un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se habría muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. “Seguro”. Y había tan poca luz con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo era tan borroso.

—¿Me permite? —ella se le apoyó bruscamente en un brazo, se descalzó, primero un pie, después el otro, y se los sobó con unos quejiditos de satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para que avanzase y ella repitió Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un momento la cabeza, verificó quién había dicho eso y siguió con su rezo.
—¿Un poco de sopa? —ofreció Moure.
—No —ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el equilibrio y calzarse— Me aburre la sopa.
—¿Ni un poco?
—No.
Moure señaló:
—Pero mire que le están ofreciendo...
Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla, tenía una cara adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa mujer, intentó sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un parpadeo, entonces la miró humildemente pero ella había hundido las manos en los bolsillos y sacudía los hombros:

—Me aburre la sopa —repetía— De chica, me la hacían tragar: de arvejas, de sémola, de verduras... Era un asco.

Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo. “Papa comida”, se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones de basura que habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco tembloroso; algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara y el pecho se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose las manos como si estuvieran redondeando algo entre las palmas, un poco de harina o de barro. Después volvían a la fila y les susurraban a los dos que tenían al lado Vayan, vayan; no les dicen nada. Moure la codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita parecida, casi avergonzado, casi alegre.

—¿Fuma? —preguntó Moure.

Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que seguía arrodillada y rezongando:
—¿Aquí? ... —y no sacó las manos de los bolsillos.

Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera: eso era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. “Esto marcha solo”, se alegró. Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando le espiaba los labios y la nariz se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía le molestara ese olor que había creído era de goma quemada.

—¿A usted le gustaba? —dijo de pronto.
Moure se sobresaltó para largó una lenta bocanada:
—¿Quién?
—La señora... ¿Quién va a ser sinó?

Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una hebra con la misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho más. “Si me la pierdo soy un ...” Pero no se la iba a perder. Los de atrás empujaban, ésos no respetaban nada, no se dio por enterado y siguió mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto, el vientre y la deseó bastante. Por fin dijo:

—Era joven...
—¿Usted cree que la podremos ver?
—Y, no sé. Habrá que esperar.
—Dicen que está muy linda.
—¿Sí?
—La embalsamaron. Por eso.

Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer arrodillada.

—Hay que correrse— dijo ella como si tratara de algo inevitable.
—Sí —advirtió Moure— Sí.

Y se quedaron mirando vagamente hacia delante: la mujer de la pañoleta se puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas, un chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, esta vez ofreciendo café, sin saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y Moure le escrutó la cara para ver qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada más, dijo ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure advirtió que era de piel el sacón que tenía porque lo rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le hubiera gustado acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se animó.

—¿Vio? —era ella que señalaba con el mentón desganadamente.

Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la vereda y se sintió irritado, justamente irritado, porque ése podría haber ido a otro lugar o se hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber lo que se puede aguantar.

—Está mal, ¿no? —murmuró.

Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidaba de sus pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque no fue un solo bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que la obligaron a fruncir la nariz y a secarse unas lágrimas con la punta del pañuelo.

—¿Tiene sueño?

Ella negó sin dejar de bostezar:

—Hambre tengo.
—¿Quiere...?
—Sí.

Y fue ella quien lo tomó del brazo y la que dijo que subieran a un auto y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja. Se arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún asombro las piernas de los que iban en las plataformas de los tranvías iluminados, a uno que llevaba sandalias, a los que la miraban largamente sin atreverse a sonreírse pero con muchas ganas de hacerlo cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle. Cuando un marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó con la mano en el vidrio. A ése lo espanté suspiró. Y usaba un perfume de malva, un perfume de vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto querés? y Lo que vos quieras y el auto siguió corriendo. Moure se sintió agradecido, entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?, volvió a preguntar ella y Moure sacudió con la cabeza. Esa cola, la gente que esperaba con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más se piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió que el chofer esperaba una nueva orden mirando el espejito, apenas dijo A otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de toparse con una puerta cerrada cuando alguien piensa exclusivamente, cálidamente en entrar de una vez y quedar a solas como dos chicos que se esconden dentro de un ropero para que el mundo de los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca. Moure se empezó a irritar. No hay lugar —informaba el chofer— ¿Los llevo a otro? Sí, sí. Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas y ella empezó a reírse porque sentía las manos de Moure que le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla, como si fuera ella, es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda o la propia ropa de Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse. Por favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados soltaba el volante como para dar explicaciones porque él no tenía nada que ver con todo esto. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor. Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle los dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán prescindencia.

—¿Todo está cerrado? —gritó Moure.

Los ojos del chofer apenas temblaron en ese espejito y ella se rió con una risa que le dobló la espalda.

—¡No te rías más, mujer! —la sacudió Moure.

Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar pero con más ganas de reírse, apretando los labios y no cubriéndose la boca con una mano.

—¿No se puede ir a otra parte? —Moure se había tomado del respaldo del chofer.
—Y, no se...
—¿Nada hay?
—Más lejos...
—¿Dónde?
—En la provincia.
—¿Seguro?
—No; seguro, no.
—Estaba de Dios que tenía que pasar esto —cabeceó Moure.
—Hay que aguantarse —el chofer permanecía rígido, conciliador— Es por la señora.
—¿Por la muerte de...? —necesitó Moure que lo precisaran.
—Sí, sí.
—¡Es demasiado por la yegua ésa!

Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.

—Ah, no... Eso sí que no. —murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta— Eso sí que no se lo permito... —Y se bajó.


David Viñas

el árbol de diana




6

ella se desnuda en el paraíso
de su memoria
ella desconoce el feroz destino
de sus visiones
ella tiene miedo de no saber nombrar
lo que no existe.

Y MI REGISTRO DE LECTURA (SE ACEPTA TODO TIPO DE CRITICA!!!)




Empiezo a leer el texto e instantáneamente me encuentro con un fragmento de un acta que ha sido dejado por el autor textual. Me funciona como paratexto, me guía y me ubica temporal y espacialmente. Estoy leyendo un relato ambientado en el contexto del “orden y progreso”, tal como llaman los libros de historia a la época post-Pavón: luego de años de enfrentamiento entre Buenos Aires y la Confederación; vencido Rosas, un nuevo tirano ha aparecido, quizás sea por haberlo vencido en Caseros (quizás sea, porque se identificó con aquél al que tuvo que traicionar) y ese es Urquiza. Lo reconozco porque se nombran una serie de acontecimientos que me llevan a posicionarme del bando de los federales, esos que corrieron tantas veces a Lavalle, Oribe y otros. Esos que en los libros aparecen como “bando” porque así necesitamos entender algunos hechos históricos, desde el posicionamiento de los espacios, marcando a “ese otro”, la historia es un relato que nos obliga a ubicarnos desde alguna perspectiva.

“(…)A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos aquella tarde en Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo (…)”


No necesito leer mucho más para darme cuenta de que se trata de él. El texto, va dejando tras de sí, marcas para ir armando el rompecabezas de la historia. Me gustaría hablar de la Historia. Pero me parece que en este caso, tal como es en el caso de los relatos históricos, la historia la cuentan los vencidos. “Es necesario recuperar la historia de aquellos golpeados, aquellos silenciados” me digo a mí misma. Y entiendo que eso es lo que hará Vega desde el principio, tratar de contar su historia. Lo hará en medio de un interrogatorio donde será juzgado por ser el autor material de la muerte del General Urquiza, pero lo hará desde su primera persona, ahí, todo símil autobiográfico.

“(…)LO QUE USTEDES no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el prin¬cipio. Para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice. Que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento. Y lo que hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar (…)”

“(…)Quién dice que no es de esto de lo que tengo que hablar? Si fue por esto que yo lo hice y por estas cosas entendió el General que no era al hiedo a lo que nosotros le cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas, y porque él, de nosotros, lo sabía todo (…)”

Contando su historia para que nos quede grabada, que las cosas no son como las han contado, como las contaron los “porteños”. (Claro, la historia Mitrista, la escribieron los porteños), lo que pasa es que lo que para algunos es historia, para otros es relato.

“(…)Por eso mienten los porteños cuando dicen que cada uno de los soldados de la Confederación era dueño ele una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no da tierra para todos (…)”

“(…) Por eso los que hablan que tuvimos miedo no saben las cosas, y seguro son porteños. No conocen el orgullo que nos daba ser los mejores (…)”

Para nosotros, los receptores la imagen de los entrerrianos en el agua, nos es grotesca. Animalizados por completo, parte de la tierra, con las patas en el agua y la cabeza asomándose como pescaditos tratando de boquear aire y eso sí, siguiendo al General.

“(…)Y uno lo sentía man¬dando, no porque fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar con esos ojos amarillos que va estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con nosotros, en el rancherío (…)”


Quizás también sea porque sé que se va a morir. Y algo me pasa cuando leo esta clase de textos, siento que me acerco a la pasión de un héroe. Ya me había ocurrido, allá hace tiempo y lejos cuando leía “Barranca Yaco”, y le decía a Quiroga que no aceptara nada que le ofreciera Rosas. Acá, hoy, me encuentro por un lado compadeciéndome de Urquiza, el entrerriano, el vencedor de Rosas, quien en definitiva se dejó vencer por Buenos Aires. Y como no iba a hacerlo, tenemos a Mitre y su ilustración quien en definitiva termina poniendole la tapa.

(…)Hubo gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allí empezaron a decirlo, especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a un correntino que había dicho que el General estaba viejo (…)”

“(…) —No, señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se no¬taba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si bus¬cara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio escondidos y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un apronte (…)”


Hablo por tel, y trato de poner en orden lo que tengo en mi cabeza. Por lo que yo sé, lo que yo estudié sé que Urquiza era federal del litoral, y que frente a la política de Rosas, que era federal de Buenos Aires, este federalismo se oponía fuertemente ya que quería la libre navegación de ríos y apertura de otros puertos. Sé que Urquiza en algunos libros figura como unitario (porque sancionó la constitución, y eso lo hace “más ilustrado” -lo que sería ¿más civilizado?- y a veces es visto como un federal que traiciona a Rosas aprovechando el conflicto de la guerra con el Brasil y el bloqueo anglofrancés para obtener poder y de esta manera, desprestigiar al caudillo de Buenos Aires. Sé que lo vence en Caseros, provocándole humillación que lo hace retirar. Aprendí que luego de este hecho, se sanciona la constitución (pero Buenos Aires no formaría parte de la Constitución, y haría su “rancho aparte”). Entonces, me dejo llevar y pienso que a veces, uno acaba identificándose con aquello que no le gusta, con ese “otro” y entonces pienso que Urquiza se identificó con Rosas. (¿O los libros de historia me hicieron pensar esto?) y entonces, se volvió pendenciero y ya era conocido por haber regado esa ciudad (una graaaan ) Concepción del Uruguay, de donde es famoso por haber tenido miles de hijos. En esta imagen de la negatividad, me aparece una autora que Hayden White que decía algo así como que a la historia hay que deshacerse de ella, para poder re-hacerla (descomponer, para recomponer). Y pienso que el relato de Vega, es una forma de contar un lado de la verdad (lo que el considera verdadero, su acto) para que haya justicia, para que no queden sin castigo los culpables, para aclarar que en definitiva, Urquiza estaba muerto de antes, mucho más muerto de lo que piensan esos a quienes él les habla. Muerto y acabado, sombra de lo que fue y que había sido, imagen desvaneciente. Ya no es el héroe sino simplemente una fuerza de las que habla Greimas en el esquema actancial. Desde el mismo momento en que se vendió, y se dejó seducir por el otro, (Otro) a quien antes quiso él mismito, doblegar:

“(…)Venirnos de escolta por todo el valle para descu¬brir que habíamos escoltado porteños. Lo entendimos citando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con eso se pudiera ahuyentar 'el polvo que traían pe¬gado al sudor. Nos enteramos que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y no porque el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar, pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana se veía la luz y la mesa cubierta ele porteños y el Ge¬neral disimularlo en el medio, vestido como ellos (…)”

Sin embargo, no me convenzo. Algo le falta a este texto. Pienso y repienso. Y si bien encuentro los puntos en común, releo y algo me molesta. Me molesta justamente que hay demasiados filtros en los análisis y registros. Porque como Vega, convencida de que está muerto, puedo predicar lo que quiera y lo que desee de la figura histórica del gran traidor. Si, querida Lluvia de Sibilantes, es un gran traidor, la historia lo muestra. La provincia esa se caracteriza por se un gran estanque de traiciones deliberadas o no (recordemos el levantamiento de Lopez Jordan). Los ojos amarillos, son una fiel metonimia de la animalizacion y de la bestialidad que se ve justamente en el momento en que deja que su gente se termine matando para su propio placer y goce. Un entrerriano más:

“En el fondo, ninguno de nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas. O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores de hacer que los lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a cualquiera de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era sucio eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si retrocedieran, hasta meterse bajo la panza del caballo. Allí se tiraban al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un puntazo”


nota al pie:

1) Habría que retomar la lectura del texto analizando las referencias que se hacen de la “hombría” del General, hay como una admiración y un gran orgullo del narrador, pero si se hiciera un raconto se vería como una cuestión de género, un campo semántico de ser ‘macho’ y esa figura es pregonada por Urquiza. “Padre de todos los entrerrianos”, y un hombre al que no se le puede discutir. La ley? O el que por su ley manda a masacrar a sus propios compañeros.

Ricardo Piglia y el asesinato de Urquiza.(OK OK, ES EL ANALISIS DE PIGLIA, CON FILTROS Y COHERENCIA!!!!)

Las actas del juicio es un relato de carácter histórico de Ricardo Piglia, publicado en diversas recopilaciones del autor, como en ‘La invasión’ y posteriormente en ‘Nombre Falso’. Es una narración en primera persona del presunto asesino de Urquiza – Robustiano Vega – que declara ante el juez, aunque las intervenciones de éste quedan implícitas, dejando espacios en blanco (recurso del ‘interlocutor en ausencia’).
Según Ágnes Cselik es el cuento más citado por la crítica y se lo considera “el paraíso perdido de la vieja violencia, sin despropósitos, los tiempos turbulentos que suceden al Tirano, que asientan la República, la gente mata y muere con esa finalidad concreta y dulce y gloriosa. Se trata de la confesión de un soldado que mató a su General, el cual había regalado las mejores tierras de Entre Ríos a sus oficiales de confianza y con el resto se quedó él, por eso los soldados se quedaron sin propiedad alguna. El General le prohibió a la tropa llevar a sus mujeres a las andadas, mientras que él siempre tenía una a su lado y, si le gustaba la mujer de otro, se la quitaba, si era necesario matando a su propio soldado para conseguir lo que quería. Se quedaba con las tierras de las viudas, llevaba sus tropas a pelear contra los paraguayos que nunca les habían hecho nada, hizo que los soldados lancearan en seco a los desertores, igual que a indios, o hizo meter a un soldado en el cepo nada más por plantear una pregunta. El narrador es un soldado sencillo que tampoco entiende bien los motivos de sus propios actos. Es un gran admirador del General y, según confiesa, le mató para evitar sus sufrimientos posteriores, porque el General se hizo viejo y perdió el respeto de la tropa. No se trata de una revolución planteada, de asentar una república, se sobreentiende que la tropa que se quedó sin General está dispuesta a aceptar las órdenes de otro militar de mano dura. (Comentario tomado de Ágnes Cselik, en ‘El secreto del prisma. La ciudad ausente de Ricardo Piglia' (Budapest) en www.akademiaikiado.hu/download.php?obj_id=21360

LAS ACTAS DEL JUICIO, POR PIGLIA (JJEJEJJEJEJEJEEJEJ; PARECE CHISTE, NO????)





En la ciudad de Concepción del Uruguay, a los diez y siete días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo criminal, doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir verdad de todo lo que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:

­Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice, que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento, y lo que yo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.
Porque para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos, aquella tarde, en Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. "Porque con la mitad de mis entrerrianos los espanto", dijo el General, y el sol le achicaba los ojos.
En aquel tiempo ya teníamos casi diez años de saber qué cosa es no haber escapado nunca. qué cosa es galopar y galopar como rebotando y sentir la tierra abajo que retumba y arremeter a los gritos mientras los otros son una polvareda chiquita, como si uno los corriera con la parada.
En ese entonces pelear era casi una fiesta y cuando nos juntábamos era para una fiesta y no para morir. Se escuchaba un galope tendido a lo lejos que se venía dele agrandarse. hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás las mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o porque los animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que dejarla con ganas, porque el General decía que para pelear como es debido no hay que tener a la mujer con uno; porque llevar a la mujer a la rastra no es de hombre. Él era el único en llevar mujer, pero el General era distinto y precisaba mujer por la misma razón que nosotros no la necesitábamos.
Todo Entre Ríos se quedaba pelado, cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse nadie por ningún lado, como si fuera de noche, que no se ve ni un alma, ni un caballo, nada, porque todos andábamos peleando. Hubo veces que volvimos con lo puesto y era fiero rejuntar los animales y a veces el yuyo lo había tapado todo y era triste de mirar. Por eso mienten los porteños cuando dicen que cada uno de los soldados de la Confederación era dueño de una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no da tierra para todos. Por lo menos tierra que sirva, porque la que está en los bañados nadie la quiere, y la otra, entre la que es del General y la que el General le regaló a los oficiales, no queda tierra ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo desde hace mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no conocen eso que nos daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos días para preguntarle al Grito a quién había que espantar. Eso de ver llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay caballos, y el General con el poncho blanco, esperando.
Por eso los que hablan que tuvimos miedo no saben nada y seguro son porteños. No conocen el orgullo que da ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien leguas que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días enteros. Fue cuando Oribe y hubo que domar potros en el camino porque la mitad se nos reventó en la galopada aquella, con el sol siempre encima y uno corría y corría, como para escaparle. Eso nos pareció, que le disparábamos al sol que se nos metía adentro de la piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro que fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos, el Uruguay estaba en crecida. Debía estar lloviendo lejos, porque ahí el cielo lastimaba de tan claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba tan ancho que no se alcanzaba a divisar más que la sombra de los sauces del otro lado. Estaba lleno de troncos y basura que cruzaban saltando, y cuando no había troncos el agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos mirando y mirando, hasta que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que pensábamos todos. Se acercó y sin bajarse del caballo, se lo dijo. El General galopó de una punta a otra y levantaba el sombrero en la mano, como agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo y había que afirmarse despacio y era jodido nadar llevando el caballo del maneador, y el agua estaba tibia y de galope cortaba de tan fría y cada tanto alguno daba un grito y una voltereta y aparecían las patas del caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies en el barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se ahoga. Que manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero algunos lo vieron del otro lado, lo más calmo y no sofocado como nosotros, que respirábamos abriendo la boca, porque el que más el que menos había sentido el gusto a aceite tibio del agua revolviéndole las tripas.
­¿Quién dice que no es de esto de lo que tengo que hablar? Si fue por eso que yo lo hice y por estas cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros le cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas y porque él, de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes que lo cambiaran, mientras fue el de siempre y peleó a ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió con nosotros, en las cargas, él también con lanza y al galope y puteando, igual que cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y entreverarse, como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar, con esos ojos amarillos, que ya estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco y todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía, como si fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue que el General era mucho jinete pero que contra el alazán de Dávila no se podía. Nadie se lo olvida aquella noche, tan caliente con la mujer del Payo que era rubia y de ojos parecidos a los de él y nunca se supo de dónde la había traído. Eso le preguntó el General:
­¿De dónde la sacó, Chávez? Está muy buena su mujer. Que la quería con el.
­Es mucha mujer para vos­ se oyó, y dicen que venía medio pasado de caña.
El Payo se estaba quieto y lo miraba sin levantarse, como diciendo: "Usted dice así, mi general, porque es el que manda", y entonces le preguntó si tenía algo que decir.
­¿Tiene algo que decir, Chávez? ­y la voz se quedó como colgada en el aire porque ya no había música. nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya acostumbrada a mandar.
Cuentan que el Payo le contestó casi en voz baja:
­ Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi general.
­¿Usted cree, Chávez?­ y que se viniera con él y movió un brazo así, como sin ganas, señalando la oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.
Se metieron entre los árboles. Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No se escuchaba otra cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado o a naranjas y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.
­No, señor. Y por eso estábamos con él. Porque siempre hizo lo que era debido y daba gusto pelear por él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y lo hizo todo con el coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre los indios, cuando recién andaba por los veinte, y ya no se le podían contar aquí ni los hijos, ni las leguas.
­Seguro que sí, pero distinto. Como si le hubiera quedado la envoltura, el cuero nada más y por adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allí empezaron a decirlo, especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a un correntino que había dicho que el General estaba viejo.
­Está vendido a Mitre ­cuentan que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir del boliche y el otro le decía­: Lo dije en joda, hermano, lo dije en joda­ con los ojos agrandados por la falta de coraje.
Cuando lo dejó tendido a todos nos vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a decirnos lo que andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.
Algunos dicen que todo empezó cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz, y se lo mataron por casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era de aflojar, déle mirarlo, y que le acariciaba el cogote como con asco, mientras se le moría. Después se empezó a encorvar y de golpe lo remató con un tiro entre los ojos.
Cuando se alzó pidiendo "Un caballo que aguante, carajo", ya era otro y están los que dicen que lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para cambiar porque le falta el caballo.
­En el fondo, ninguno de nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas. O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores de hacer que los lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a cualquiera de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era sucio eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si retrocedieran, hasta meterse bajo la panza del caballo. Allí se tiraban al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un puntazo.
Pasamos la tarde entera en esas corridas hasta que terminamos acostumbrados a los gritos y al olor de la sangre. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en una fila despareja que bordeaba la laguna.
­No, señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si. buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio escondidos, y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza. Eso de quedarnos viendo cuando el coronel Olmos (que fue de los que aguantaron la vez de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le dice:
­Con respeto, mi general y perdone. ¿Por qué la retirada?
Y él, con la cara hundida en las arrugas, lo hace meter en el cepo, nada más que por la pregunta.
Ninguno de ustedes sabe lo que es andar todo el día y toda la noche, de un tirón, hasta entrar en Entre Ríos, como si ellos nos vinieran corriendo, siendo que veníamos enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los porteños pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos las caras.
Él galopaba solo y adelante y uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que le borra las arrugas, para explicarnos que era una trampa a los de Mitre eso de escaparnos así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había dicho ni una palabra, nada más que aquello al coronel Olmos.
De esas cosas les quiero preguntar, a ustedes, que son letrados, aunque se hayan juntado aquí para que sea yo el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo que sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenia asombrados. Que nos mandara vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar allí, sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, dele esperar. Verla aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y agrandarse. Venimos de escolta por todo el valle para descubrir que habíamos escoltado porteños. Lo entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con eso se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos enteramos que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y no por que el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar, pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana se veía la luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulando en el medio y vestido como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas, hablaban de ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del que ordena. Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.
Al otro día nos hizo desfilar delante de esos soldados, que se metían el pañuelo en la boca cuando levantamos polvareda, al galopar. Y así anduvimos de un lado a otro, festejándolos, como si no fueran los mismos "Galerudos a los que vamos a empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal", como nos dijo aquella vez, tan quieto en el tordillo, después de Caseros, antes de entrar a florearnos por Buenos Aires, todos con la cinta puzó y al trote, despacito nomás, para que aprendieran.
Como si no fueran los mismos.
­Fue por todo eso que yo lo hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en los Bajos de Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a pelear, como andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no se mandaba ni a él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como si no hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos ante con voluntad de guerrear y gritando ¡Muera Urquiza! cuando para nosotros, los que peleamos al lado de él, ya estaba muerto desde antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de la tierra y los esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra y me duele más, y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque fue como despedirse.
Soplaba un viento lleno de tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo la lluvia. Una lluvia fea, medio tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos en la lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos para Entre Ríos, el General ya no sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él, sino esa voz suya tan quieta.
­¿Qué pasa acá? ­dijo.
­Pasa que nos volvemos, mi general.
­¿Y quién carajo ordenó que se vuelvan?
Se escuchó el río que estaba cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el río y nada más, porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver. Nos quedamos callados, mientras la lluvia nos obligaba a cerrar los ojos y apretarnos en la montura como para no estar, todo en medio de una oscuridad que aunque uno abriera los ojos igual no veía mas que la lluvia y era como estar solo, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago como una llamarada y entonces se veía la loma llena de hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve cerca del General, pero le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos dicen que nos hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que entramos a ladearnos despacito, para el lado del estruendo, y nos metimos en el río que empujaba feo, como la voz de Oribe, y en medio de aquella agua que venía de todos lados, lo escuchamos gritar y a veces, de pronto, era como verlo, con el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco arrancado de la tierra, tirado en medio del río. Yo no me acuerdo de otra cosa que del agua y de los gritos y de una vez, en medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo y tuve ganas de pedirle que se vinieran con nosotros, para Entre Ríos.
Esa fue la vez que lo hicimos.
Lo demás vino porque daba lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron a notarlo. Fue en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor mujer de Entre Ríos, y se escapó con Olmos, sin que él hiciera más que enterarse.
Por las tardes se paseaba cerca del río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver pasar el viento. Se andaba solo y callado y daba una especie de indignación.
También por eso lo hice. Para ayudarlo.
Pero hubo otras cosas, porque si no ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que no sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General. Y de eso parece que no hay quien conozca. Ni entre ustedes.
Yo me lo malicié de entrada, aquella noche, en la estancia de don Ricardo López Jordán, cuando me preguntaron si me animaba. "¿Te animás, Vega?", me preguntaron, y yo me quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara me apuré a hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro quebrado.
Me acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos se refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando entramos sin desmontar, atropellando. Él apareció de repente, en el fondo del pasillo, solo y medio desnudo. contra la luz. Nos recibió igual que si nos esperara y no se defendió. No hizo más que mirarnos con esos ojos amarillos, como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de esa tarde, cuando se bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta que lo tumbamos.
Cuando Matilde, la hija de la que había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa noche y lo último que habló en su vida. "No llore m'hija, que no hay razón", le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que me dejaba el de Matilde, y el General tenía la cara escondida por las arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared medio descolorida de tanto poner y sacar la bandera.
Y estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:
­Perdone, mi general­ le dije, y me apuré buscando el medio del pecho para evitarle el sufrimiento
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