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jueves, 25 de agosto de 2011

Bolero By Jules


Qué vanidad imaginar
que puedo darte todo, el amor y la dicha,
itinerarios, música, juguetes.
Es cierto que es así:
todo lo mío te lo doy, es cierto,
pero todo lo mío no te basta
como a mí no me basta que me des
todo lo tuyo.
Por eso no seremos nunca
la pareja perfecta, la tarjeta postal,
si no somos capaces de aceptar
que sólo en la aritmética
el dos nace del uno más el uno.


Por ahí un papelito
que solamente dice:

Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte.



Mi lu



mi lubidulia
mi golocidalove
mi lu tan luz tan tu que me enlucielabisma
y descentratelura
y venusafrodea
y me nirvana el suyo la crucis los desalmes
con sus melimeleos
sus erpsiquisedas sus decúbitos lianas y dermiferios limbos y gormullos
mi lu
mi luar
mi mito
demonoave dea rosa
mi pez hada
mi luvisita nimia
mi lubísnea
mi lu más lar
más lampo
mi pulpa lu de vértigo de galaxias de semen de misterio
mi lubella lusola
mi total lu plevida
mi toda lu
lumía

miércoles, 24 de agosto de 2011

domingo, 21 de agosto de 2011

jueves, 18 de agosto de 2011

OCTAVIO, EL INVASOR


Ana María Shua


Estaba preparado para la violencia aterradora de la luz y el sonido, pero no para la
presión, la brutal presión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre, ejerciéndose
sobre ese cuerpo tan distinto del suyo, cuyas reacciones no había aprendido todavía a
controlar. Un cuerpo desconocido en un mundo desconocido. Ahora, cuando después
del dolor y de la angustia del pasaje, esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el
horror de la situación se le hacía presente.
Sólo las penosas sensaciones de la transmigración podían compararse a lo que
acababa de pasar, pero después de aquella experiencia había tenido unos meses de
descanso, casi podría decirse de convalecencia, en una oscuridad cálida adonde los
sonidos y la luz llegan muy amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la
gravedad del planeta. Sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de
un lado a otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno, pero
¿cómo y dónde obtenerlo? Un alarido se le escapó de la boca, y supo que algo se
expandía en su interior, un ingenioso mecanismo automático que le permitiría utilizar el
oxígeno del aire para sobrevivir.
- Varón - dijo la partera -. Un varoncito sano y hermoso, señora.
- ¿Cómo lo va a llamar? - dijo el obstetra.
- Octavio - contestó la mujer, agotada por el esfuerzo y colmada de esa pura
felicidad física que sólo puede proporcionar la interrupción brusca del dolor.
Octavio descubrió, como una circunstancia más del horror en el que se encontraba
inmerso, que era incapaz de organizar en percepción sus sensaciones: debía haber
voces humanas, pero no podía distinguirlas en la masa indiferenciada de sonidos que
lo asfixiaba, otra vez se sintió transportado, algo o alguien lo tocaba y movía partes de
su cuerpo, la luz lo dañaba. De pronto lo alzaron por el aire para depositarlo sobre algo
tibio y blando. Dejó de aullar: desde el interior de ese lugar cálido provenía,
amortiguado, el ritmo acompasado, tranquilizador, que había oído durante su
convaleciente espera. El terror disminuyó. Comenzó a sentirse inexplicablemente
seguro, en paz. Allí estaba por fin, formando parte de las avanzadas, en este nuevo
intento de invasión que, esta vez, no fracasaría. Tenía el deber de sentirse orgulloso,
pero el cansancio luchó contra el orgullo hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra
terrestre que creía ser su madre se quedó, por primera vez en este mundo,
profundamente dormido.
Despertó un tiempo después. Se sentía más lúcido y comprendía que ninguna
preparación previa podría haber sido suficiente para responder coherentemente a las
brutales exigencias de ese cuerpo que habitaba y que sólo ahora, a partir del
nacimiento, se imponían en toda su crudeza. Era Iógico que la transmigración no se
hubiera intentado en especímenes adultos: el brusco cambio de conducta, la repentina 2
torpeza en el manejo de su cuerpo, hubieran sido inmediatamente detectados por el
enemigo.
Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma que se hablaba en esa zona de
la Tierra. O, al menos, sus principales rasgos. Porque recién ahora se daba cuenta de
la diferencia entre la adquisición de una lengua en abstracto y su integración con los
hechos biológicos y culturales en los que esa lengua se había constituido. La palabra
«cabeza», por ejemplo, había comenzado a cobrar su verdadero sentido (o, al menos,
uno de ellos), cuando la fuerza gigantesca que lo empujara hacia adelante lo había
obligado a utilizar esa parte de su cuerpo, que latía aún dolorosamente, como ariete
para abrirse paso por un conducto demasiado estrecho.
Recordó que otros como él habían sido destinados a las mismas coordenadas
témporoespaciales. Se preguntó si algunos de sus poderes habrían sobrevivido a la
transmigración y si serían capaces de utilizarlos. Consiguió enviar algunas débiles
ondas telepáticas que obtuvieron respuesta inmediata: eran nueve y estaban allí, muy
cerca de él y, como él, llenos de miedo, de dolor y de pena. Sería necesario esperar
antes de empezar a organizarse para proseguir con sus planes. Su cuerpo volvió a
agitarse y a temblar incontroladamente y Octavio lanzó un largo aullido al que sus
compañeros respondieron: así, en ese lugar desconocido y terrible, lloraron juntos la
nostalgia del planeta natal.
Dos enfermeras entraron en la nursery.
- Qué cosa - dijo la más joven. - Se larga a llorar uno y parece que los otros se
contagian, en seguida se arma el coro.
- Vamos, apurate que hay que bañarlos a todos y llevarlos a las habitaciones - dijo
la otra, que consideraba su trabajo monótono y mal pago y estaba harta de oír siempre
los mismos comentarios.
Fue la más joven de las enfermeras la que llevó a Octavio, limpio y cambiado,
hasta la habitación donde lo esperaba su madre.
- Toc toc, ¡buenos días, mamita! - dijo la enfermera, que era naturalmente
simpática y cariñosa y sabía hacer valer sus cualidades a la hora de ganarse la
propina.
Aunque sus sensaciones seguían constituyendo una masa informe y caótica,
Octavio ya era capaz de reconocer aquéllas que se repetían y supo, entonces, que la
mujer lo recibía en sus brazos. Pudo, incluso, desglosar el sonido de su voz de los
demás ruidos ambientales. De acuerdo a sus instrucciones, Octavio debía lograr que
se lo alimentara artificialmente: era preferible reducir a su mínima expresión el contacto
físico con el enemigo.
- Miralo al muy vagoneta, no se quiere prender al pecho.
- Acordate que con Ale al principio pasó lo mismo, hay que tener paciencia. Avisá a
la nursery que te lo dejen en la pieza. Si no, te lo llenan de suero glucosado y cuando lo
traen ya no tiene hambre - dijo la abuela de Octavio. 3
En el sanatorio no aprobaban la práctica del rooming-in, que consistía en permitir
que los bebés permanecieran con sus madres en lugar de ser remitidos a la nursery
después de cada mamada. Hubo un pequeño forcejeo con la jefa de nurses hasta que
se comprobó que existía la autorización expresa del pediatra. Octavio no estaba
todavía en condiciones de enterarse de estos detalles y sólo supo que lo mantenían
ahora muy lejos de sus compañeros, de los que le llegaba a veces, alguna remota
vibración.
Cuando la dolorosa sensación que provenía del interior de su cuerpo se hizo
intolerable, Octavio comenzó a gritar otra vez. Fue alzado por el aire hasta ese lugar
cálido y mullido del que, a pesar de sus instrucciones, odiaba separarse. Y cuando algo
le acarició la mejilla, no pudo evitar que su cabeza girara y sus labios se entreabrieran,
desesperado, empezó a buscar frenéticamente alivio para la sensación quemante que
le desgarraba las entrañas. Antes de darse cuenta de lo que hacía Octavio estaba
succionando con avidez el pezón de su «madre». Odiándose a sí mismo, comprendió
que toda su voluntad no lograría desprenderlo de la fuente de alivio, el cuerpo mismo
de un ser humano. Las palabras «dulce» y «tibio» que, aprendidas en relación con los
órganos que en su mundo organizaban la experiencia, le habían parecido términos
simbólicos, se llenaban ahora de significado concreto. Tratando de persuadirse de que
esa pequeña concesión en nada afectaría su misión, Octavio volvió a quedarse
dormido.
Unos días después Octavio había logrado, mediante una penosa ejercitación,
permanecer despierto algunas horas. Ya podía levantar la cabeza y enfocar durante
algunos segundos la mirada, aunque los movimientos de sus apéndices eran todavía
totalmente incoordinados. Mamaba regularmente cada tres horas. Reconocía las voces
humanas y distinguía las palabras, aunque estaba lejos de haber aprehendido
suficientes elementos de la cultura en la que estaba inmerso como para llegar a una
comprensión cabal. Esperaba ansiosamente el momento en que sería capaz de una
comunicación racional con esa raza inferior a la que debía informar de sus planes de
dominio, hacerles sentir su poder. Fue entonces cuando recibió el primer ataque.
Lo esperaba. Ya había intentado comunicarse telepáticamente con él, sin obtener
respuesta. Aparentemente el traidor había perdido parte de sus poderes o se negaba a
utilizarlos. Como una descarga eléctrica, había sentido el contacto con esa masa roja
de odio en movimiento. Lo llamaban Ale y también Alejandro, chiquito, nene, tesoro.
Había formado parte de una de las tantas invasiones que fracasaron, hacía ya dos
años, perdiéndose todo contacto con los que intervinieron en ella. Ale era un traidor a
su mundo y a su causa: era lógico prever que trataría de librarse de él por cualquier
medio.
Mientras la mujer estaba en el baño, Ale se apoyó en el moisés con toda la fuerza
de su cuerpecito hasta volcarlo. Octavio fue despedido por el aire y golpeó con fuerza
contra el piso, aullando de dolor. La mujer corrió hacia la habitación, gritando. Ale
miraba espantado los magros resultados de su acción, que podía tener, en cambio,
terribles consecuencias para su propia persona. Sin hacer caso dé él, la mujer alzó a
Octavio y lo apretó suavemente contra su pecho, canturreando para calmarlo.
Avergonzándose de sí mismo, Octavio respiró el olor de la mujer y lloró y lloró hasta
lograr que le pusieran el pezón en la boca. Aunque no tenía hambre, mamó con ganas
mientras el dolor desaparecía poco a poco. Para no volverse loco, Octavio trató de 4
pensar en el momento en el que por fin llegaría a dominar la palabra, la palabra
liberadora, el lenguaje que, fingiendo comunicarlo, serviría en cambio para establecer
la necesaria distancia entre su cuerpo y ese otro en cuyo calor se complacía.
Frustrado en su intento de agresión directa y estrechamente vigilado por la mujer,
el traidor tuvo que contentarse con expresar su hostilidad en forma más disimulada,
con besos que se transformaban en mordiscos y caricias en las que se hacían sentir
las uñas. Sus abrazos le produjeron en dos oportunidades un principio de asfixia. La
segunda vez volvió a rescatarlo la intervención de la mujer: Alejandro se había
acostado sobre él y con su pecho le aplastaba la boca y la nariz, impidiendo el paso del
aire.
De algún modo, Octavio logró sobrevivir. Había aprendido mucho. Cuando entendió
que se esperaba de él una respuesta a ciertos gestos, empezó a devolver las sonrisas,
estirando la boca en una mueca vacía que los humanos festejaban como si estuviera
colmada de sentido. La mujer lo sacaba a pasear en el cochecito y él levantaba la
cabeza todo lo posible, apoyándose en los antebrazos, para observar el movimiento de
las calles. Algo en su mirada debía llamar la atención, porque la gente se detenía para
mirarlo y hacer comentarios.
- ¡Qué divino! - decían casi todos, y la palabra «divino», que hacía referencia a una
fuerza desconocida y suprema, te parecía a Octavio peligrosamente reveladora: tal vez
se estuviera descuidando en la ocultación de sus poderes.
- ¡Qué divino! - Insistía la gente.
- ¡Cómo levanta la cabecita! - Y cuando Octavio sonreía, añadían complacidos. -
¡Éste sí que no tiene problemas! - Octavio conocía ya las costumbres de la casa y la
repetición de ciertos hábitos le daba una sensación de seguridad. Los ruidos violentos,
en cambio, volvían a sumirlo en un terror descontrolado, retrotrayéndolo al dolor de la transmigración. Relegando sus intenciones ascéticas, Octavio no temía ya a entregarse a los placeres animales que le proponía su nuevo cuerpo. Le gustaba que lo
introdujeran en agua tibia, que lo cambiaran, dejando al aire las zonas de su piel
escaldadas por la orina, le gustaba mas que nada el contacto con la piel de la mujer.
Poco a poco se hacía dueño de sus movimientos. Pero a pesar de sus esfuerzos por
mantenerla viva, la feroz energía destructiva con la que había llegado a este mundo iba atenuándose junto con los recuerdos del planeta de origen.
Octavio se preguntaba si subsistían en toda su fuerza los poderes con que debía
iniciar la conquista y que todavía no había llegado el momento de probar. Ale, era
evidente, ya no los tenía: desde allí, y a causa de su traición, debían haberlo despojado de ellos. En varias oportunidades se encontró por la calle con otros invasores y se alegró de comprobar que aún eran capaces de responder a sus ondas telepáticas. No
siempre, sin embargo, obtenía contestación, y una tarde de sol se encontró con un
bebé de mayor tamaño, de sexo femenino, que rechazó con fuerza su aproximación
mental.
En la casa había también un hombre, pero afortunadamente Octavio no se sentía
físicamente atraído hacia él, como le sucedía con la mujer. El hombre permanecía
menos tiempo en la casa y aunque lo sostenía frecuentemente en sus brazos, Octavio 5
percibía un halo de hostilidad que emanaba de él y que por momentos se le hacía
intolerable. Entonces lloraba con fuerza hasta que la mujer iba a buscarlo, enojada.
- ¡Cómo puede ser que a esta altura todavía no sepas tener a un bebe en brazos!
Un día, cuándo Octavio ya había logrado darse vuelta boca arriba a voluntad y asir
algunos objetos con las manos torpemente, él y el hombre quedaron solos en la casa
por primera vez, el hombre quiso cambiarlo, y Octavio consiguió emitir en el momento
preciso un chorro de orina que mojó la cara de su padre.
El hombre trabajaba en una especie de depósito donde se almacenaban en
grandes cantidades los papeles que los humanos utilizaban como medio de
intercambio. Octavio comprobó que estos papeles eran también motivo de discusión
entre el hombre y la mujer y, sin saber muy bien de qué se trataba, tomó el partido de ella. Ya había decidido que, cuando se completaran los Planes de invasión, la mujer, que tanto y tan estrechamente había colaborado con el invasor, merecería gozar de algún tipo de privilegio. No habría, en cambio, perdón para los traidores. A Octavio comenzaba a molestarle que la mujer alzara en brazos o alimentara a Alejandro y
hubiera querido prevenirla contra él: un traidor es siempre peligroso, aún para el
enemigo que lo ha aceptado entre sus huestes.
El pediatra estaba muy satisfecho con los progresos de Octavio, que había
engordado y crecido razonablemente y ya podía permanecer unos segundos sentado
sin apoyo.
- ¿Viste qué mirada tiene? A veces me parece que entiende todo - decía la mujer,
que tenía mucha confianza con el médico y lo tuteaba.
- Estos bichos entienden más de lo que uno se imagina - contestaba el doctor,
riendo. Y Octavio devolvía una sonrisa que ya no era sólo una mueca vacía.
Mamá destetó a Octavio a los siete meses y medio. Aunque ya tenía dos dientes y
podía mascullar unas pocas sílabas sin sentido para los demás, Octavio seguía usando
cada vez con más oportunidad y precisión su recurso preferido: el llanto. El destete no
fue fácil porque el bebé parecía rechazar la comida sólida y no mostraba entusiasmo
por el biberón. Octavio sabía que debía sentirse satisfecho de que un objeto de metal
cargado de comida o una tetina de goma se interpusieran entre su cuerpo y el de la
mujer, pero no encontraba en su interior ninguna fuente de alegría. Ahora podía
permanecer mucho tiempo sentado y arrastrarse por el piso: pronto llegaría el gran
momento en que lograría pronunciar su primera palabra, y se contentaba con soñar en
el brusco viraje que se produciría entonces en sus relaciones con los humanos. Sin
embargo, sus planes se le aparecían confusos, lejanos, y a veces su vida anterior le
resultaba tan difícil de recordar como un sueño.
Aunque la presencia de la mujer no le era ahora imprescindible, ya que su
alimentación no dependía de ella, su ausencia se le hacía cada vez más intolerable.
Verla desaparecer detrás de una puerta sin saber cuándo volvería, le provocaba un
dolor casi físico que Se expresaba en gritos agudos. A veces ella jugaba a las
escondidas, tapándose la cara con un trapo y gritando, absurdamente: «¡No tá mamá,
no tá!». Se destapaba después y volvía a gritar: «¡Acá tá mamá!». Octavio disimulaba 6
con risas la angustia que le provocaba la desaparición de ese rostro que sabía,
embargo, tan próximo.
Inesperadamente, al mismo tiempo que adquiría mayor dominio sobre su cuerpo,
Octavio comenzó a padecer una secuela psíquica del Gran Viaje: los rostros humanos
desconocidos lo asustaban. Trató de racionalizar su terror diciéndose que cada
persona nueva que veía podía ser un enemigo al tanto de sus planes. Ese temor a los
desconocidos produjo un cambio en sus relaciones con su familia terrestre. Ya no
sentía la vieja y tranquilizadora mezcla de odio y desprecio por el Traidor, que a su vez parecía percibir la diferencia y lo besaba o lo acariciaba a veces sin utilizar sus muestras de cariño para un ataque. Octavio no quería confesarse hasta qué punto lo
comprendía ahora, qué próximo se sentía a él. Cuando la mujer, que había empezado
a trabajar fuera de la casa, salía por algunas horas dejándolos al cuidado de otra
persona, Ale y Octavio se sentían extrañamente solidarios en su pena. Octavio había
llegado al extremo de aceptar con placer que el hombre lo tuviera en sus brazos,
pronunciando extraños sonidos que no pertenecían a ningún idioma terrestre, como si
buscara algún lenguaje que pudiera aproximarlos.
Y por fin, llegó la palabra. La primera palabra, la utilizó con éxito para llamar a su lado a la mujer que estaba en la cocina, Octavio había dicho «Mamá» y ya era para
entonces completamente humano, una vez más, la milenaria, la infinita invasión, había
fracasado.
FIN



Evita:
Ustedes me dejaron caer
completamente sola hasta el
fondo del cáncer. Son unos
canallas. Me volví loca y estaba
sola. Ustedes me ven morir
como vaca en el matadero.
Dejáme hacer, yo quiero estar
con vos, no tengás miedo. Me
volví loca, loca como aquella
vez que hice regalar un auto
de carrera a cada puta y ustedes
me dejaron hacerlo. Loca. Y ni
vos ni él me dijeron nunca que
pare. Hasta mi muerte, hasta la
puesta en escena de mi muerte,
tuve que hacerla completamente
sola. Sola. Cuando yo iba a las
villas y repartía bolsas de billetes
dejaba allí todo, mis joyas y mi
auto y hasta el vestido que llevaba
puesto y volvía como una loca
completamente desnuda, en taxi,
sacando el culo por la ventanilla,
ustedes me dejaron hacerlo. Como
si yo ya estuviera muerta, como
si no fuera más que el recuerdo
de una muerta. Es todo lo que
quería decir, mi viejo. Sos muy
bella, ¿sabés? Tenés un pelo
hermoso... Pero no deberías
teñírtelo, eso es malo para el
cabello a la larga, ¿sabés? Dejáte
hacer, mi amor, dejáte hacer.

EL CADÁVER








¿Por qué no entré por el pasillo?
Qué tenía que hacer en esa noche
a las 20.25, hora en que ella entró,
por Casanova
donde rueda el rodete?
Por qué a él?
entre casillas de ojos viscosos,
de piel fina
y esas manchitas en la cara
que aparecieron cuando ella, eh
por un alfiler que dejó su peluquera,
empezó a pudrirse, eh por una hebilla de su pelo
en la memoria de su pueblo
Y si ella
se empezara a desvanecer, digamos
a deshacerse
qué diré del pasillo, entonces?
Por qué no?
entre cervatillos de ojos pringosos,
y anhelantes
agazapados en las chapas, torvos
dulces en su melosidad de peronistas
si ese tubo?
Y qué de su cureña y dos millones
de personas detrás
con paso lento
cuando las 20.25 se paraban las radios
yo negándome a entrar
por el pasillo
reticente acaso?
como digna?
Por él,
por sus agitados ademanes
de miseria
entre su cuerpo y el cuerpo yacente
de Eva, hurtado luego,
depositado en Punta del Este
o en Italia o en el seno del río
Y la historia de los veinticinco cajones

Vamos, no juegues con ella, con su muerte
déjame pasar, anda, no ves que ya está muerta!

Y qué había en el fondo de esos pasillos
sino su olor a orquídeas descompuestas,
a mortajas,
arañazos del embalsamador en los tejidos

Y si no nos tomáramos tan a pecho su muerte, digo?
si no nos riéramos entre las colas
de los pasillos y las bolas
las olas donde nosotras
no quisimos entrar
en esa noche de veinte horas
en la inmortalidad
donde ella entraba
por ese pasillo con olor a flores viejas
y perfumes chillones
esa deseada sordidez
nosotras
siguiéndola detrás de la cureña?
entre la multitud
que emergía desde las bocas de los pasillos
dando voces de pánico

Y yo le pregunté si eso era una manifestación o un entierro
Un entierro, me dijo
entonces vendría solo
ya que yo no quería entrar por el pasillo
para ver a sus patas en la mesa de luz,
despabilando
Acaso pensé en la manicura que le aplicó el esmalte Revlon?
O en las miradas de las muchachas comunistas,
húmedas sí, pero ya hartas
de tanta pérdida de tiempo:
ellas hubieran entrado por el pasillo de inmediato
y no se hubieran quedado vagando por las adyacencias
temiendo la mirada de un dios ciego
Una actriz –así dicen–
que se fue de Los Toldos con un cantor de tangos
conoce en un temblor al General, y lo seduce
ella con sus maneras de princesa ordinaria
por un largo pasillo
muerta ya
Y yo
por temor a un olvido
intrascendente, a un hurto
debo negarme a seguir su cureña por las plazas?
a empalagarme con la transparencia de su cuerpo?
a entrar, vamos por ese pasillo donde muere
en su féretro?

Si él no me hubiera dicho entonces que está solo,
que un amigo mayor le plancha las camisas
y que precisaría, vamos, una ayuda
allá, en Isidro
donde los terrenos son más baratos que la vida

lotes precarios, si, anegadizos
cerca de San Vicente (ella
no toleraba viajar a San Vicente
quiso escapar de la comitiva más de una vez
y Pocho la retuvo tomándola del brazo)

Ese deseo de no morir?
es cierto?
en lugar de quedarse ahí
en ese pasillo
entre sus fauces amarillas y halitosas
en su dolor de despertar
ahí, donde reposa,
robada luego,
oculta en un arcón marino,
en los galeones de la bahía de Tortuga
(hundidos)

Como en un juego, ya
es que no quiero entrar a esa sombría
convalecencia, umbría
–en los tobillos carbonizados
que guarda su hermana en una marmita de cristal–
para no perder la honra, ahí
en ese pasillo
la dudosa bondad
en ese entierro

EVITA VIVE (Perlongher)




1.

Conocí a Evita en un hotel del bajo, ¡hace ya tantos años! Yo vivía, bueno, vivía, estaba con un marinero negro que me había levantado yirando por el puerto. Esa noche, recuerdo, era verano, febrero quizás, hacía mucho calor. Yo trabajaba en un bar nocturno, atendiendo la caja hasta las tres de la mañana. Pero esa noche justo me peleé, con la Lelé, ay la Lelé, una marica envidiosa que me quería sacar todos los tipos. Estábamos agarrándonos de las mechas detrás del mostrador y justo apareció el patrón: "Tres días de suspensión, por bochinchera". Qué me importaba, rapidito me volví para la pieza, abro... y me la encuentro a ella, con el negro. Claro, en el primer momento me indigné, además ya venía engranada de pelearme con la otra y casi me le tiro encima sin mirarla siquiera, pero el negro –dulcísimo– me dirigió una mirada toda sensual y me dijo algo así como: "Veníte que para vos también alcanza". Bueno, en realidad, no mentía, con el negro era yo la que abandonaba por cansancio, pero en el primer momento, qué sé yo, los celos, el hogar, la cosa que le dije: "Bueno, está bien, pero ésta ¿quién es?". El negro se mordió un labio porque vio que yo había entrado en la sofocación, y a mí, en esa época, cuando me venía una rabieta era terrible –ahora no tanto, estoy, no sé, más armoniosa–. Pero en ese tiempo era lo que podía decirse una marica mala, de temer. Ella me contestó, mirándome a los ojos (hasta ese momento tenía la cabeza metida entre las piernas del morocho y, claro, estaba en la penumbra, muy bien no la había visto): "¿Cómo? ¿No me conocés? Soy Evita". "¿Evita?"–dije, yo no lo podía creer– . "¿Evita, vos?" –y le prendí la lámpara en la cara. Y era ella nomás, inconfundible con esa piel brillosa, brillosa, y las manchitas del cáncer por abajo, que –la verdad– no le quedaban nada mal. Yo me quedé como muda, pero claro, no era cosa de aparecer como una bruta que se desconcierta ante cualquier visita inesperada. "Evita, querida" –ay, pensaba yo–"¿no querés un poco de cointreau?" (porque yo sabía que a ella le encantaban las bebidas finas). "No te molestes, querida, ahora tenemos otras cosas que hacer, ¿no te parece?" "Ay, pero esperá", le dije yo, "contame de dónde se conocen, por lo menos". "De hace mucho, preciosa, de hace mucho, casi como del África" (después Jimmy me contó que se habían conocido hacía una hora, pero son matices que no hacen a la personalidad de ella. ¡Era tan hermosa!) "¿Querés que te cuente cómo fue?" Yo ansiosa, total igual tenía el encame asegurado: "Sí, sí, ay Evita, ¿no querés un cigarrillo?", pero me quedé con las ganas para siempre de enterarme de esa mentira (o me habrá mentido el negro, nunca lo supe) porque Jimmy se pudrió de tanta charla y dijo: "Bueno, basta", le agarró la cabeza –ese rodete todo deshecho que tenía– y se la puso entre las piernas. La verdad es que no sé si me acuerdo más de ella o de él, bueno, yo soy tan puta, pero de él no voy a hablar hoy, lo único que el negro ese día estaba tan gozoso que me hizo gritar como una puerca, me llenó de chupones, en fin. Después al otro día ella se quedó a desayunar y mientras Jimmy salió a comprar facturas, ella me dijo que era muy feliz, y si no quería acompañarla al Cielo, que estaba lleno de negros y rubios y muchachos así. Yo mucho no se lo creí, porque si fuera cierto, para qué iba a venir a buscarlos nada menos que a la calle Reconquista, no les parece... pero no le dije nada, para qué; le dije que no, que por el momento estaba bien, así, con Jimmy (hoy hubiera dicho "agotar la experienc ia", pero en esa época no se usaba), y que, cualquier cosa, me llamara por teléfono, porque con los marineros, viste, nunca se sabe. Con los generales tampoco, me acuerdo que dijo ella, y estaba un poco triste. Después tomamos la leche y se fue. De recuerdo me dejó un pañuelito, que guardé algunos años: estaba bordado en hilo de oro, pero después alguien, no supe nunca quién, se lo llevó (han pasado tantos, tantos). El pañuelito decía Evita y tenía dibujado un barco. ¿El recuerdo más vivo? Bueno, ella, tenía las uñas largas muy pintadas de verde –que en ese tiempo era un color muy raro para uñas– y se las cortó, se las cortó para que el pedazo inmenso que tenía el marinero me entrara más y más, y ella entretanto le mordía las tetillas y gozaba, así de esa manera era como más gozaba.

2.

Estábamos en la casa donde nos juntábamos para quemar, y el tipo que traía la droga ese día se apareció con una mujer de unos 38 años, rubia, un poco con aires de estar muy reventada, recargada de maquillaje, con rodete... Yo le veía cara conocida y supongo que los otros también, pero era un poco bobo, andaba con Jaime que se estaba picando con Instilasa y yo le tenía la goma, se lo comenté en voz baja y él me dijo algo así como: "cortála loco sabés que sí". Con los ojos en blanco, parecía hacerlo de modo impersonal. Nos sentamos todos en el piso y ella empezó a sacar joints y joints, el flaco de la droga le metía la mano por las tetas y ella se retorcía como una víbora. Después quiso que la picaran en el cuello, los dos se revolcaban por el piso y los demás mirábamos. Jaime apenas me daba un beso largo, muy suave, para eso sí que era genial, porque dos pendejos repálidos se rayaron totalmente entre lo gay y la vieja y se fueron. Pero estaban los blues en la puerta y a los cinco minutos se aparecieron todos con el subcomisario inclusive, chau loco, acá perdimos, menos mal que no había ningún menor porque Jaime había cumplido los 18 la semana pasada, pero igual loco, le habíamos pedido el rouge a Evita y estábamos casi todos pintados como puertas tipo Alice Cooper. Los azules entraron muy decididos, el comi adelante y los agentes atrás, el flaco que andaba con un bolsón lleno de pot le dijo: "Un momento, sargento" pero el cana le dio un empujón brutal, entonces ella, que era la única mujer, se acomodó el bretel de la solera y se alzó: "Pero pedazo de animal, ¿cómo vas a llevar presa a Evita?" El ofiche pálido, los dos agentes sacaron las pistolas, pero el comi les hizo un gesto que se volvieran a la puerta y se quedaran en el molde. "No, que oigan, que oigan todos –dijo la yegua– , ahora me querés meter en cana cuando hace 22 años, sí, o 23, yo misma te llevé la bicicleta a tu casa para el pibe, y vos eras un pobre conscripto de la cana, pelotudo, y si no me querés creer, si te querés hacer el que no te acordás, yo sé lo que son las pruebas". (Chau, fue un delirio increíble, le rasgó la camisa al cana a la altura del hombro y le descubrió una verruga roja gorda como una frutilla y se la empezó a chupar, el taquero se revolvía como una puta, y los otros dos que estaban en la puerta fichando primero se cagaban de risa, pero después se empezaron a llenar de pavor porque se dieron cuenta de que sí, que la mina era Evita). Yo aproveché para chuparle la pija a Jaime delante de los canas que no sabían qué hacer, ni dónde meterse: de pronto el flaco del trafic entró en el circo y se puso a gritar: "Compañeros, compañeros, quieren llevar presa a Evita" por el pasillo. La gente de las otras piezas empezó a asomarse para verla, y una vieja salió gritando: "Evita, Evita vino desde el cielo". La cosa es que los canas se las tomaron, largaron a los dos pendejos que encima se hacían muy los chetos, y ella se fue caminando muy tranquila con el flaco, diciéndole a la gente que estaba en el patio primero y después en la puerta: "Grasitas, grasitas míos, Evita lo vigila todo, Evita va a volver por este barrio y por todos los barrios para que no les hagan nada a sus descamisados". Chau loco, hasta los viejos lloraban, algunos se le querían acercar, pero ella les decía: "Ahora debo irme, debo volver al cielo" decía Evita. Nosotros nos quedamos quemando un poco más y ya nos íbamos, entonces algunas tipas nos hicieron pasar a las habitaciones para que les contáramos –las mismas que hasta hacía una hora nos habían hecho una guerra que no podía ser–. Jaime y yo les hicimos toda una historieta: ella decía que había que drogarse porque se era muy infeliz, y chau, loco, si te quedabas down era imbancable. Claro, la gente no nos entendía, pero como no estábamos haciendo laburo de base sino sólo public relations para tener un lugar no pálido donde tripear, no nos importaba. Estábamos relocos y las viejas déle coparse con el llanto, nosotros les pedimos que ese bajón de anfeta lo cortaran, sí, total, Evita iba a volver: había ido a hacer un rescate y ya venía, ella quería repartirle un lote de marihuana a cada pobre para que todos los humildes andaran superbien, y nadie se comiera una pálida más, loco, ni un bife.

3.

Si te digo dónde la vi la primera vez, te mentiría. No me debe haber causado ninguna impresión especial, la flaca era una flaca entre las tantas que iban al depto de Viamonte, todas amigas de un marica joven que las tenía ahí, medio en bolas, para que a los guachos se nos parara pronto. La cosa es que todos –y todas– sabían dónde podían encontrarnos, en el snack de Independencia y Entre Ríos. Allí el putito Alex nos mandaba, cada vez que podía, viejos y viejas, que nos adornaban con un par de palos, así después a él le hacíamos gratis el favor y no le andábamos afanando el grabador o las pilchas. De ésa me acuerdo por cómo se acercó, en un Carabela negro manejado por un mariconcito rubio, que yo ya me lo había garchado una vez en el Rosemarie. Con las pibas estábamos haciendo pinta junto al puesto de flores, así que me llamó aparte y me dijo: "Tengo una mina para vos, está en el coche." La cosa era conmigo, nomás. Subí.
"Me llamo Evita, ¿y vos?" "Chiche", le contesté. "Seguro que no sos un travesti, preciosura. A ver, ¿Evita qué?". "Eva Duarte", me dijo "y por favor, no seas insolente o te bajás". "¿Bajarme?, ¿bajárseme a mí?", le susurré en la oreja mientras me acariciaba el bulto. "Dejáme tocarte la conchita, a ver si es cierto". ¡Hubieras visto cómo se excitaba cuando le metí el dedo bajo la trusa!
Así que fuimos al hotel de ella; el putito quiso ver mientras me duchaba y ella se tiraba en la cama. También, con el pedazo que tengo, hacen cola para mirarlo nomás. Ella era una puta ladina, la chupaba como los dioses. Con tres polvachos la dejé hecha y guardé el cuarto para el marica, que, la verdad, se lo merecía. La mina era una mujer, mujer. Tenía una voz cascada, sensual, como de locutora. Me pidió que volviera, si precisaba algo. Le contesté no, gracias. En la pieza había como un olor a muerta que no me gustó nada. Cuando se descuidó abrí un estuche y le afané un collar. Para mí que el puto Francis se dio cuenta, pero no dijo nada. Cuando me lo terminé de garchar me dijo, con la boca chorreando leche: "Todos los machos del país te envidiarían, chiquito; te acabás de coger a Eva". Ni dos días habían pasado cuando llego a casa y me encuentro a la vieja llorando en la cocina, rodeada por dos canas de civil. "Desgraciado –me gritó–. ¿Cómo pudiste robar el collar de Evita?"
La joya estaba sobre la mesa. No la había podido reducir porque, según el Sosa, era demasiado valiosa para comprarla él y no me quería estafar. Los de Coordina no me preguntaron nada: me dieron una paliza brutal y me advirtieron que si contaba algo de lo del collar me reventaban. De esa esquina y del depto de los trolos los vagos nos borramos. Por eso los nombres que doy acá son todos falsos.

Germán Rozenmacher; "Cabecita Negra"


A Raúl Kruschovsky


El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tes de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía qúejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz -un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No no podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una muier gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, hacienclo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.
- Quiero ir a casa, mamá - lloraba - . Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.
Era un china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrio, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
- ¿Qué están haciendo ahí ustedes dos?, la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintio una mano sobre su hombro.
- A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la via pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
- Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
- Viejo baboso, dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro v sobrador que tenía adelante. - Hacéte el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
- Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.
- Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? - Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.
- Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos?, dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una verguenza inútil.
- Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer - dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.
- Señor agente - le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.
- Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto. - Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró - . Vivo ahí al lado - gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.
- Dame café - dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca, Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuando se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había pedido estudiar violín tenía un hermoso tocadistos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué líbros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que esuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
- Qué le hiciste - dijo al fin el negro.
- Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de... - el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.
- Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa ella se vino a trabajar como muchacha, una chica una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpear]o, a patear]o en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:
- Este no es, José. - Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida humillada del otro y vio que se detenía bruscamenté y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fín, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada", trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

martes, 9 de agosto de 2011

EL PECADO MORTAL BY SILVI








Los símbolos de la pureza y del misticismo son a veces más afrodisíacos que las fotografías o los cuentos pornográficos, por eso ¡oh sacrílega! los días próximos a tu primera comunión, con la promesa del vestido blanco, lleno de entredoses, de los guantes de hilo y del rosario de perlitas, fueron tal vez los verdaderamente impuros de tu vida. Dios me lo perdone, pues fui en cierto modo tu cómplice y tu esclava.

Con una flor roja llamada plumerito, que traías del campo los domingos, con el libro de misa de tapas blancas (un cáliz estampado en el centro de la primera página y listas de pecados en otra), conociste en aquel tiempo el placer –diré- del amor, por no mencionarlo con su nombre técnico; tampoco tú podrías darle un nombre técnico, pues ni siquiera sabías dónde colocarlo en la lista de pecados que tan aplicadamente estudiabas. Ni siquiera en el catecismo estaba todo previsto y aclarado.

Al ver tu rostro inocente y melancólico, nadie sospechaba que la perversidad o más bien el vicio te apresaba ya en su tela pegajosa y compleja.

Cuando alguna amiga llegaba para jugar contigo, le relatabas primero, le demostrabas después, la secreta relación que existía entre la flor del plumerito, el libro de misa y tu goce inexplicable. Ninguna amiga lo comprendía, ni intentaba participar de él, pero todas fingían lo contrario, para contentarte, y sembraban en tu corazón esa pánica soledad (mayor que tú) de saberte engañada por el prójimo.

En la enorme casa donde vivías (de cuyas ventanas se divisaba más de una iglesia, más de un almacén, el río con barcos, a veces procesiones de tranvías o de victorias de plaza y el reloj de los ingleses), el último piso estaba destinado a la pureza y a la esclavitud: a la infancia y a la servidumbre. (A ti te parecía que la esclavitud existía también en los otros pisos y la pureza en ninguno.)

Oíste decir en un sermón: “Más grande es el lujo, más grande es la corrupción”; quisiste andar descalza, como el niño Jesús, dormir en un lecho rodeada de animales, comer miguitas de pan, recogidas del suelo, como los pájaros, pero no te fue dada esa dicha: para consolarte de no andar descalza, te pusieron un vestido de tafetas tornasolado y zapatos de cuero mordoré; para consolarte de no dormir en un lecho de paja, rodeada de animales, te llevaron al teatro Colón, el teatro más grande del mundo; para consolarte de no comer miguitas recogidas del suelo, te regalaron una casa lujosa con puntillas de papel plateado, llena de bombones que apenas cabían en tu boca.

Rara vez las señoras, con tocados de plumas y de pieles, durante el invierno se aventuraban por ese último piso de la casa, cuya superioridad (indiscutible para ti) las atraía en verano, con vestidos ligeros y anteojos de larga vista, en busca de una azotea, de donde mirar aeroplanos, un eclipse o simplemente la aparición de Venus; acariciaban tu cabeza al pasar, y exclamaban con voz de falsete: “¡Qué lindo pelo!”. “¡Pero qué lindo pelo!”

Contiguo al cuarto de juguetes, que era a la vez el cuarto de estudio, estaban las letrinas de los hombres, letrinas que nunca viste sino de lejos, a través de la puerta entreabierta. El primer visitante, Chango, el hombre de confianza de la casa, que te había puesto de apodo Muñeca, se demoraba más que sus compañeros en el recinto. Lo advertiste porque a menudo cruzabas por el corredor, para ir al cuarto donde planchaban la ropa, lugar atrayente para ti. Desde allí, no sólo se divisaba la entrada vergonzosa: se oía el ruido intestinal de las cañerías que bajaban a los innumerables dormitorios y salas de la casa, donde había vitrinas, un altarcito con vírgenes, y una puesta de sol en un cielo raso.

En el ascensor, cuando la niñera te llevaba al cuarto de juguetes, repetidas veces viste a Chango que entraba en el recinto vedado, con mirada ladina, el cigarrillo entre los bigotes, pero más veces aún lo viste solo, enajenado, deslumbrado, en distintos lugares de la casa, de pie arrimándose incesantemente a la punta de cualquier mesa, lujosa o modesta (salvo a la de mármol de la cocina, o a la de hierro con lirios de bronce del patio). “¿Qué hará Chango, que no viene?” Se oían voces agudas, llamándolo. Él tardaba en separarse del mueble. Después, cuando acudía, naturalmente nadie recordaba para qué lo llamaban.

Tú lo espiabas, pero él también terminó por espiarte: lo descubriste el día en que desapareció de tu pupitre la flor del plumerito, que adornó más tarde el ojal de su chaqueta de lustrina.

Pocas veces las mujeres de la casa te dejaban sola, pero cuando había fiestas o muertes (se parecían mucho) te encomendaban a Chango. Fiestas y muertes consolidaron esta costumbre, que al parecer agradaba a tus padres. “Chango es serio. Chango es bueno, mejor que una niñera” decían a coro. “Es claro, se entretiene con ella” agregaban. Pero yo sé que una lengua de víbora, de las que nunca faltan, dijo: “Un hombre es un hombre, pero nada le importa a los señores, con tal de hacer economías”. “¡Qué injusticia!”, musitaban las ruidosas tías. “Los padres de la niñita son generosos, tan generosos que pagan un sueldo de institutriz a Chango.”

Alguien murió, no recuerdo quién. Subía por el hueco del ascensor ese apasionado olor a flores, que gasta el aire y las desacredita. La muerte, con numerosos aparatos, llenaba los pisos bajos, subía y bajaba por los ascensores, con creces, cofres, coronas, palmas y atriles. En el piso alto, bajo la vigilancia de Chango, comías chocolates que él te regaló, jugabas con el pizarrón, con el almacén, con el tren y con la casa de muñecas. Fugaz como el sueño de un relámpago, te visitó tu madre y preguntó a Chango si hacía falta invitar a alguna niñita para jugar contigo. Chango contestó que no convenía, porque entre las dos harían bulla. Un color violeta pasó por sus mejillas. Tu madre te dio un beso y partió; sonreía, mostrando sus preciosos dientes, feliz por un instante de verte juiciosa, en compañía de Chango.

Aquel día la cara de Chango estaba más borrosa que de costumbre: en la calle no lo hubiéramos conocido ni tú ni yo, aunque tantas veces me lo describiste. De soslayo lo espiabas: él, habitualmente tan erguido, arqueándose como signos de paréntesis; ahora se arrimaba a la punta de la mesa y te miraba. Vigilaba de vez en cuando los movimientos del ascensor, que dejaba ver a través de la armazón de hierro negro, el paso de cables como serpientes. Jugabas con resignada inquietud. Presentías que algo insólito había sucedido o iba a suceder en la casa. Como un perro, husmeabas el horrible olor de las flores. La puerta estaba abierta: era tan alta, que su abertura equivalía a la de tres puertas de un edificio actual, pero eso no facilitaría tu huida; además no tenías la menor intención de huir. Un ratón o una rana no huyen de la serpiente que los quiere, no huyen de animales más grandes. Chango, arrastrando los pies, se alejó de la mesa por fin, se inclinó sobre la balaustrada de la escalera para mirar hacia abajo. Una voz de mujer, aguda, fría, retumbó desde el sótano:

-¿La Muñeca se porta bien?

El eco, seductor cuando le decías algo, repitió sin encanto la frase.

- Muy bien- respondió Chango, que oyó sonar sus palabras en los fondos oscuros del sótano.

- A las cinco le llevaré la leche.

La respuesta de Chango: - No hace falta, se la prepararé yo -, se mezcló con un –gracias- femenino, que se perdió en los mosaicos de los pisos bajos.

Chango volvió a entrar en el cuarto y te ordenó: - Mirarás por la cerradura cuando yo esté en el cuartito de al lado. Voy a mostrarte algo muy lindo.

Se agachó junto a la puerta y arrimó el ojo a la cerradura, para enseñarte cómo había que hacer. Salió del cuarto y te dejó sola. Seguiste jugando como si Dios te mirara, por compromiso, con esa aplicación engañosa que a veces ponen en su juego los niños. Luego, sin vacilar, te acercaste a la puerta. No tuviste que agacharte, la cerradura se encontraba a la altura de tus ojos. ¿Qué mujeres degolladas descubrirías? El agujero de la cerradura obra como un lente sobre la imagen vista: los mosaicos relumbraron, un rincón de la pared blanca se iluminó intensamente. Nada más. Un exiguo chiflón hizo volar tu pelo suelto y cerrar tus párpados. Te alejaste de la cerradura, pero la voz de Chango resonó con imperiosa y dulce obscenidad: “Muñeca, mira, mira”. Volviste a mirar. Un aliento de animal se filtró por la puerta, no era ya el aire de una ventana abierta en el cuarto contiguo. Qué pena siento al pensar que lo horrible imita lo hermoso. Como tú y Chango a través de esa puerta, Píramo y Tisbe se hablaban amorosamente a través de un muro.

Te alejaste de nuevo de la puerta y reanudaste tus juegos mecánicamente. Chango volvió al cuarto y te preguntó: “Viste?”. Sacudiste la cabeza y tu pelo lacio giró desesperadamente. “¿Te gustó?”, insistió Chango, sabiendo que mentías. No contestabas. Arrancaste con un peine la peluca de tu muñeca, pero de nuevo Chango estaba arrimado a la punta de la mesa, donde tratabas de jugar. Con su mirada turbia recorría los centímetros que te separaban de él y ya imperceptiblemente se deslizaba a tu encuentro. Te echaste al suelo, con la cinta de la muñeca en la mano. No te moviste. Baños consecutivos de rubor cubrieron tu rostro, como esos baños de oro que cubren las joyas falsas. Recordaste a Chango hurgando en la ropa blanca de los roperos de tu madre, cuando reemplazaba en sus tareas a las mujeres de la casa. Las venas de sus manos se hincharon, como de tinta azul. En la punta de los dedos viste que tenía moretones. Involuntariamente recorriste con la mirada los detalles de su chaqueta de lustrina, tan áspera sobre tus rodillas. Desde entonces verías para siempre las tragedias de tu vida adornadas con detalles minuciosos. No te defendiste. Añorabas la pulcra flor del plumerito, tu morbosidad incomprendida, pero sentías que aquella arcana representación, impuesta por circunstancias imprevisibles, tenía que alcanzar su meta: la imposible violación de tu soledad. Como dos criminales paralelos, tú y Chango estaban unidos por objetos distintos, pero solicitados para idénticos fines.

Durante noches de insomnio compusiste mentirosos informes, que servirían para confesar tu culpa. Tu primera comunión llegó. No hallaste fórmula pudorosa ni clara ni concisa de confesarte. Tuviste que comulgar en estado de pecado mortal. Estaban en los reclinatorios no sólo tu familia, que era numerosa, estaban Chango y Camila Figueroa, Valeria Ramos, Celina Eysaguirre y Romagnoli, cura de otra parroquia. Con dolor de parricida, de condenada a muerte por traición, entraste en la iglesia helada, mordiendo la punta de tu libro de misa. Te veo pálica, ya no ruborizada frente al altar mayor, con los guantes de hilo puestos y un ramito de flores artificiales, como de novia, en tu cintura. Te buscaría por el mundo entero a pie como los misioneros para salvarte si tuvieras la suerte, que no tienes,de ser mi contemporánea. Yo sé que durante mucho tiempo oíste en la oscuridad de tu cuarto, con esa insistencia que el silencio desata en los labios crueles de las furias que se dedican a martirizar a los niños, voces inhumanas, unidas a la tuya, que decían: es un pecado mortal, Dios mio, es un pecado mortal. ¿Cómo hiciste para sobrevivir? Sólo un milagro lo explica: el milagro de la misericordia.



Tsunami - Indio Solari



Poema Si Te Revuelca La Ola.. de Fabio Morábito



a Sandra Suter
que se quedó nadando




Si te revuelca la ola
procura que sea joven,
esbelta, ardiente,

te dejará molido el cuerpo
y el corazón más grande;

cuídate de las olas
retóricas y viejas,
de las olas con prisa,

y la peor de todas,
de la ola asesina,

la ola que regresa.



jueves, 4 de agosto de 2011

Cerdo vietnamita




Y SI...
EVIDENTEMENTE, KRATOS TIENE A SU COMPETIDOR

CHANCHADAS!!!




REITERO LA IMAGEN DE LOS ÚLTIMOS SEIS DÍAS, UN CIGARRILLO QUE SE ESTÁ APAGANDO Y ES USADO COMO LUMBRE PARA PRENDER OTRO. EL PROBLEMA DE LA MUDANZA Y VER QUE KRATOS ESTÁ CADA VEZ MÁS INQUIETO, Y MI NEGATIVA A CASTRARLO. NO VOY A CASTRARLO DE NINGUNA MANERA, PERO EL GATO TAMPOCO SE VA CON GATAS, ENTONCES DEDUZCO QUE ES GAY...

EL PERRO CON CARITA APLASTADA ES CARÍSIMO. NO PUEDE UNO ANDAR PENSANDO EN QUE QUIERE UN PERRITO CON CARA MEZCLADA CON BATMAN (MURCIÉLAGO) Y EL GUASÓN, SOLO PORQUE ES PETICITO Y ROLLIZO...

ME AGARRA LA FOBIA CON EL LORO, PORQUE TENGO MIEDO DE CONTAGIARME LA CITACOSIS. PERO LA PROPAGANDA MALDITA DE "NEXTEL" ME GENERA LA NECESIDAD URGENTE DE IRME A POMPEYA A TRAERME UN VERDE LORO A QUIEN LE QUIERO PONER DE NOMBRE "CELESTINO DESCALZO". Y TRANQUILAMENTE IMAGINO MIS TARDES HABLANDO CON UN LORO...

PERO EL PROBLEMA ES QUE ME LLEGA UN NUEVO MAIL. YA TENGO CINCO COLECCIONADOS. NO ENTIENDO EN QUÉ MOMENTO ACCEDÍ A INFORMARME SOBRE UN CRIADERO DE CERDOS VIETNAMITAS (CHANCHITOS COMO "BABE" EL DE LA PELÍCULA).
JURO QUE NO ES PORQUE ESSSSSTRAÑE A MI EX.
JURO QUE NO ES PORQUE ME SIENTA IDENTIFICADA AL CHIQUERO.
JURO QUE NO ES PORQUE TENGA LA LIGERA SENSACIÓN DE QUE TENDRÍA AL CHANCHO ESE CON UNA CORREA CAMINANDO POR ALBERDI...
JURO QUE NO ENTIENDO POR QUÉ ESTARÍA DISPUESTA A PAGAR SETECIENTOS PESOS POR UN CHANCHO BEBÉ CON MANCHAS NEGRAS Y QUE RESPONDA AL NOMBRE DE "TIRESIAS".


CHANCHO LIMPIO, NO ENGORDA...
CHANCHADAS DE LAS QUE NO ME VOY A ACORDAR
Y LOS CHANCHOS EN LA BALANZA QUE DAN IDEAS
Y EL CHANCHO EN EL FREEZER QUE ME ASUSTABA DE CHICA
Y MI PAPA MATABA CHANCHOS COMO SI NADA

Y BABE EL CERDITO VALIENTE
Y LOS TRES CHANCHITOS Y EL PRINCIPIO DE REALIDAD
Y MEJOR SIGO CON KRATOS, QUE AUNQUE ES INSOPORTABLE, SE DEJA PASEAR CON LA CORREA DE TACHAS...

Guns n' Roses: Get in the Ring



IR EN EL CIENTO DIECISIETE ESCUCHANDO ESTA CANCIÓN AL PALO.
RECORDAR Y DESENTRAÑAR EL SUEÑO QUE SE IBA DESHILACHANDO AL AMANECER Y QUE DE ALGUNA MANERA TRATABA DE ASIR, Y SE IBA ACELERANDO HASTA DEJAR LA IMAGEN DE UNOS GUANTES NEGROS.
PENSAR EN QUE UNA LETRA DE UNA CANCIÓN PROVOCABA LA SONRISA MATINAL.

(¿A QUIÉN LE IMPORTARÍA ESTAR INCÓMODA EN EL COLECTIVO, CUANDO FLASHES Y LUCES, Y MUUUCHOS GRITOS COREABAN MI NOMBRE?)

SUEÑOS DE REDENCIÓN!!!




Mucho hacía que no soñaba. (Claro, luego de las vacaciones la mente relajada me permitía hacer palympsestos mentales y poco juego de intertextualidades genettianas andaban por allí).
Una imagen, un ring.
Sonidos, gente que coreaba mi nombre
Lo sublime, que tocara una campana y que me levantaran el brazo derecho al grito pelado de "Ganadora, por knock out absoluto Kaaaarinaaaaaa Torrisiiiiiiii"
Lo extraño, shorts verdes y rojos cuadrillé (como si fuera escocés)
Lo genial e imaginario, un masculino tirado en el piso del ring, boca abajo. Deducción masculino porque no traía top.
Lo execrable, que la violencia aparezca de vuelta en mis sueños.
Lo maravilloso, que lo viviera tan agitadamente y me levantara con dolor de brazos.
Lo fantástico, ¿era sueño o era real?

y pensar en el cuento más breve y más hermoso que leí alguna vez...

"Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu."

¿Habría soñado que knockeaba? ¿O había knockeado en la realidad y usé en sueños el verde y rojo de mis paredes en un short?

miércoles, 3 de agosto de 2011

EL OTRO CIELO, BY JULITO CORTAZAR (SER JOSIANE Y NO MORIR EN EL INTENTO)

Ces yeux ne t'apparticnnent pas... tró les as-tu pris?
..................., IV, 5.


Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a otra. Digo que me ocurría, aunque una estúpida esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía. Y por eso, si echarse a caminar una y otra vez por la ciudad parece un escándalo cuando se tiene una familia y un trabajo, hay ratos en que vuelvo a decirme que ya sería tiempo de retornar a mi barrio preferido, olvidarme de mis ocupaciones (soy corredor de bolsa) y con un poco de suerte encontrar a Josiane y quedarme con ella hasta la mañana siguiente.
Quién sabe cuánto hace que me repito todo esto, y es penoso porque hubo una época en que las cosas me sucedían cuando menos pensaba en ellas, empujando apenas con el hombro cualquier rincón del aire. En todo caso bastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi siempre mi paseo terminaba en el barrio de las galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre. Aquí, por ejemplo, el Pasaje Güemes, territorio ambiguo donde ya hace tanto tiempo fui a quitarme la infancia como un traje usado. Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas. Las Josiane de aquellos días debían mirarme con un gesto entre maternal y divertido, yo con unos miserables centavos en el bolsillo pero andando como un hombre, el chambergo requintado y las manos en los bolsillos, fumando un Commander precisamente porque mi padrastro me había profetizado que acabaría ciego por culpa del tabaco rubio. Recuerdo sobre todo olores y sonidos, algo como una expectativa y una ansiedad, el kiosco donde se podían comprar revistas con mujeres desnudas y anuncios de falsas manicuras, y ya entonces era sensible a ese falso cielo de estucos y claraboyas sucias, a esa noche artificial que ignoraba la estupidez del día y del sol ahí afuera. Me asomaba con falsa indiferencia a las puertas del pasaje donde empezaba el último misterio, los vagos ascensores que llevarían a los consultorios de enfermedades venéreas y también a los presuntos paraísos en lo más alto, con mujeres de la vida y amorales, como les llamaban en los diarios, con bebidas preferentemente verdes en copas biseladas, con batas de seda y kimonos violeta, y los departamentos tendrían el mismo perfume que salía de las tiendas que yo creía elegantes y que chisporroteaban sobre la penumbra del pasaje un bazar inalcanzable de frascos y cajas de cristal y cisnes rosa y polvos rachel y cepillos con mangos transparentes.
Todavía hoy me cuesta cruzar el Pasaje Güemes sin enternecerme irónicamente con el recuerdo de la adolescencia al borde de la caída; la antigua fascinación perdura siempre, y por eso me gustaba echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de las galerías cubiertas, donde cualquier sórdida botica polvorienta me atraía más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas. La Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo o una inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos para ofrecer una guirnalda, esa Galerie Vivienne a un paso de la ignominia diurna de la rué Réau—mur y de la Bolsa (yo trabajo en la Bolsa), cuánto de ese barrio ha sido mío desde siempre, desde mucho antes de sospecharlo ya era mío cuando apostado en un rincón del Pasaje Güemes, contando mis pocas monedas de estudiante, debatía el problema de gastarlas en un bar automático o comprar una novela y un surtido de caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, con un cigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde los dedos lo rozaban a veces, el sobrecito del preservativo comprado con falsa desenvoltura en una farmacia atendida solamente por hombres, y que no tendría la menor oportunidad de utilizar con tan poco dinero y tanta infancia en la cara.
Mi novia, Irma, encuentra inexplicable que me guste vagar de noche por el centro o por los barrios del sur, y si supiera de mi predilección por el Pasaje Güemes no dejaría de escandalizarse. Para ella, como para mi madre, no hay mejor actividad social que el sofá de la sala donde ocurre eso que llaman la conversación, el café y el anisado. Irma es la más buena y generosa de las mujeres, jamás se me ocurriría hablarle de lo que verdaderamente cuenta para mí, y en esa forma llegaré alguna vez a ser un buen marido y un padre cuyos hijos serán de paso los tan anhelados nietos de mi madre. Supongo que por cosas así acabé conociendo a Josiane, pero no solamente por eso ya que podría habérmela encontrado en el boulevard Pois-soniére o en la rué Notre-Dame-des-Victoires, y en cambio nos miramos por primera vez en lo más hondo de la Galerie Vivienne, bajo las figuras de yeso que el pico de gas llenaba de temblores (las guirnaldas iban y venían entre los dedos de las Musas polvorientas), y no tardé en saber que Josiane trabajaba en ese barrio y que no costaba mucho dar con ella si se era familiar de los cafés b amigo de los cocheros. Pudo ser coincidencia, pero haberla conocido allí, mientras llovía en el otro mundo, el del cielo alto y sin guirnaldas de la calle, me pareció un signo que iba más allá del encuentro trivial con cualquiera de las prostitutas del barrio. Después supe que en esos días Josiane no se alejaba de la galería porque era la época en que no se hablaba más que de los crímenes de Laurent y la pobre vivía aterrada. Algo de ese terror se trasformaba en gracia, en gestos casi esquivos, en puro deseo. Recuerdo su manera de mirarme entre codiciosa y desconfiada, sus preguntas que fingían indiferencia, mi casi incrédulo encanto al enterarme de que vivía en los altos de la galería, mi insistencia en subir a su bohardilla en vez de ir al hotel de la me du Sentier (donde ella tenía amigos y se sentía protegida). Y su confianza más tarde, cómo nos reímos esa noche a la sola idea de que yo pudiera ser Laurent, y qué bonita y dulce era Josiane en su bohardilla de novela barata, con el miedo al estrangulador rondando por París y esa manera de apretarse más y más contra mí mientras pasábamos revista a los asesinatos de Laurent.
Mi madre sabe siempre si no he dormido en casa, y aunque naturalmente no dice nada puesto que sería absurdo que lo dijera, durante uno o dos días me mira entre ofendida y temerosa. Sé muy bien que jamás se le ocurriría contárselo a Irma, pero lo mismo me fastidia la persistencia de un derecho materno que ya nada justifica, y sobre todo que sea yo el que al final se aparezca con una caja de bombones o una planta para el patio, y que el regalo represente de una mañera muy precisa y sobrentendida la terminación de la ofensa, el retorno a la vida corriente del hijo que vive todavía en casa de su madre. Desde luego Josiane era feliz cuando le contaba esa clase de episodios, que una vez en el barrio de las galerías pasaban a formar parte de nuestro mundo con la misma llaneza que su protagonista. El sentimiento familiar de Josiane era muy vivo y estaba lleno de respeto por las instituciones y los parentescos; soy poco amigo de confidencias pero como de algo teníamos que hablar y lo que ella me había dejado saber de su vida ya estaba comentado, casi inevitablemente volvíamos a mis problemas de hombre soltero. Otra cosa nos acercó, y también en eso fui afortunado, porque a Josiane le gustaban las galerías cubiertas, quizá por vivir en una de ellas o porque la protegían del frío y la lluvia (la conocí a principios de un invierno, con nevadas prematuras que nuestras galerías y su mundo ignoraban alegremente). Nos habituamos a andar juntos cuando le sobraba el tiempo, cuando alguien —no le gustaba llamarlo por su nombre— estaba lo bastante satisfecho como para dejarla divertirse un rato con sus amigos. De ese alguien hablábamos poco, luego que yo hice las inevitables preguntas y ella me contestó las inevitables mentiras de toda relación mercenaria; se daba por supuesto que era el amo, pero tenía el buen gusto de no hacerse ver. Llegué a pensar que no le desagradaba que yo acompañara algunas noches a Josiane, porque la amenaza de Laurent pesaba más que nunca sobre el barrio después de su nuevo crimen en la rué d'Aboukir, y la pobre no se hubiera atrevido a alejarse de la Galerie Vivienne una vez caída la noche. Era como para sentirse agradecido a Laurent y al amo, el miedo ajeno me servía para recorrer con Josiane los pasajes y los cafés, descubriendo que podía llegar a ser un amigo de verdad de una muchacha a la que no me ataba ninguna relación profunda. De esa confiada amistad nos fuimos dando cuenta poco a poco, a través de silencios, de tonterías. Su habitación, por ejemplo, la bohardilla pequeña y limpia que para mí no había tenido otra realidad que la de formar parte de la galería. En un principio yo había subido por Josiane, y como no podía quedarme porque me faltaba el dinero para pagar una noche entera y alguien estaba esperando la rendición sin mácula de cuentas, casi no veía lo que me rodeaba y mucho más tarde, cuando estaba a punto de dormirme en mi pobre cuarto con su almanaque ilustrado y su mate de plata como únicos lujos, me preguntaba por la bohardilla y no alcanzaba a dibujármela, no veía más que a Josiane y me bastaba para entrar en el sueño como si todavía la guardara entre los brazos. Pero con la amistad vinieron las prerrogativas, quizá la aquiescencia del amo, y Josiane se las arreglaba muchas veces para pasar la noche conmigo, y su pieza empezó a llenarnos los huecos de un diálogo que no siempre era fácil; cada muñeca, cada estampa, cada adorno fueron instalándose en mi memoria y ayudándome a vivir cuando era el tiempo de volver a mi cuarto o de conversar con mi madre o con Irma de la política nacional y de las enfermedades en las familias.
Más tarde hubo otras cosas, y entre ellas la vaga silueta de aquél que Josiane llamaba el sudamericano, pero en un principio todo parecía ordenarse en torno al gran terror del barrio, alimentado por lo que un periodista imaginativo había dado en llamar la saga de Laurent el estrangulado!. Si en un momento dado me propongo la imagen de Josiane, es para verla entrar conmigo en el café de la rué des Jeuneurs, instalarse en la banqueta de felpa morada y cambiar saludos con las amigas y los parroquianos, frases sueltas que en seguida son Laurent, porque sólo de Laurent se habla en el barrio de la Bolsa, y yo que he trabajado sin parar todo el día y he soportado entre dos ruedas de cotizaciones los comentarios de colegas y clientes acerca del último crimen de Laurent, me pregunto si esa torpe pesadilla va a acabar algún día, si las cosas volverán a ser como imagino que eran antes de Laurent, o si deberemos sufrir sus macabras diversiones hasta el fin de los tiempos. Y lo más irritante (se lo digo a Josiane después de pedir el grog que tanta falta nos hace con ese frío y esa nieve) es que ni siquiera sabemos su nombre, el barrio lo llama Laurent porque una vidente de la barrera de Clichy ha visto en la bola de cristal cómo el asesino escribía su nombre con un dedo ensangrentado, y los gacetilleros se cuidan de no contrariar los instintos del público. Josiane no es tonta pero nadie la convencería de que el asesino no se llama Laurent, y es inútil luchar contra el ávido terror parpadeando en sus ojos azules que miran ahora distraídamente el paso de un hombre joven, muy alto y un poco encorvado, que acaba de entrar y se apoya en el mostrador sin saludar a nadie.
—Puede ser —dice Josiane, acatando alguna reflexión tranquilizadora que debo haber inventado sin siquiera pensarla—. Pero entretanto yo tengo que subir sola a mi cuarto, y si el viento me apaga la vela entre dos pisos... La sola idea de quedarme a oscuras en la escalera, y que quizá...
—Pocas veces subes sola —le digo riéndome.
—Tú te burlas pero hay malas noches, justamente cuando nieva o llueve y me toca volver a las dos de la madrugada...
Sigue la descripción de Laurent agazapado en un rellano, o todavía peor, esperándola en su propia habitación a la que ha entrado mediante una ganzúa infalible. En la mesa de al lado Kikí se estremece ostentosamente y suelta unos grititos que se multiplican en los espejos. Los hombres nos divertimos enormemente con esos espantos teatrales que nos ayudarán a proteger con más prestigio a nuestras compañeras. Da gusto fumar unas pipas en el café, a esa hora en que la fatiga del trabajo empieza a borrarse con el alcohol y el tabaco, y las mujeres comparan sus sombreros y sus boas o se ríen de nada; da gusto besar en la boca a Josiane que pensativa se ha puesto a mirar al hombre —casi un muchacho— que nos da la espalda y bebe su ajenjo a pequeños sorbos, apoyando un codo en el mostrador. Es curioso, ahora que lo pienso: a la primera imagen que se me ocurre de Josiane y que es siempre Josiane en la banqueta del café, una noche de nevada y Laurent, se agrega inevitablemente aquél que ella llamaba el sudamericano, bebiendo su ajenjo y dándonos la espalda. También yo le llamo el sudamericano porque Josiane me aseguró que lo era, y que lo sabía por la Rousse que se había acostado con él o poco menos, y todo eso había sucedido antes de que Josiane y la Rousse se pelearan por una cuestión de esquinas o de horarios y lo lamentaran ahora con medias palabras porque habían sido muy buenas amigas. Según la Rousse él le había dicho que era sudamericano aunque hablara sin el menor acento; se lo había dicho al ir a acostarse con ella, quizá para conversar de alguna cosa mientras acababa de soltarse las cintas de los zapatos.
—Ahí donde lo ves, casi un chico... ¿Verdad que parece un colegial que ha crecido de golpe? Bueno, tendrías que oír lo que cuenta la Rousse.
Josiane perseveraba en la costumbre de cruzar y separar los dedos cada vez que narraba algo apasionante. Me explicó el capricho del sudamericano, nada tan extraordinario después de todo, la negativa terminante de la Rousse, la partida ensimismada del cliente. Le pregunté si el sudamericano la había abordado alguna vez. Pues no, porque debía saber que la Rousse y ella eran amigas. Las conocía bien, vivía en el barrio, y cuando Josiane dijo eso yo miré con más atención y lo vi pagar su ajenjo echando una moneda en el platillo de peltre mientras dejaba resbalar sobre nosotros —y era como si cesáramos de estar allí por un segundo interminable— una expresión distante y a la vez curiosamente fija, la cara, de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y rehusa dar el paso que lo devolverá a la vigilia. Después de todo una expresión como esa, aunque el muchacho fuese casi un adolescente y tuviera rasgos muy hermosos, podía llevar como de la mano a la pesadilla recurrente de Laurent. No perdí tiempo en proponérselo a Josiane.
—¿Laurent? ¡Estás loco! Pero si Laurent es. .. Lo malo era que nadie sabía nada de Laurent, aunque Kikí y Albert nos ayudaran a seguir pesando las probabilidades para divertirnos. Toda la teoría se vino abajo cuando el patrón, que milagrosamente escuchaba cualquier diálogo en el café, nos recordó que por lo menos algo se sabía de Laurent: la fuerza que le permitía estrangular a sus víctimas con una sola mano. Y ese muchacho, vamos... Sí, y ya era tarde y convenía volver a casa; yo tan solo porque esa noche Josiane la pasaba con alguien que ya la estaría esperando en la bohardilla, alguien 'que tenía la llave por derecho propio, y entonces la acompañé hasta el primer rellano para que no se asustara si se le apagaba la vela en mitad del ascenso, y desde una gran fatiga repentina la miré subir, quizá contenta aunque me hubiera dicho lo contrario, y después salí a la calle nevada y glacial y me puse a andar sin rumbo, hasta que en algún momento encontré como siempre el camino que me devolvería a mi barrio, entre gente que leía la sexta edición de los diarios o miraba por las ventanillas del tranvía como si realmente hubiera alguna cosa que ver a esa hora y en esas calles.
No siempre era fácil llegar a la zona de las galerías y coincidir con un momento libre de Josiane; cuántas veces me tocaba andar solo por los pasajes, un poco decepcionado, hasta sentir poco a poco que la noche era también mi amante. A la hora en que se encendían los picos de gas la animación se despertaba en nuestro reino, los cafés eran la bolsa del ocio y del contento, se bebía a largos tragos el fin de la jornada, los titulares de los periódicos, la política, los prusianos, Laurent, las carreras de caballos. Me gustaba saborear una copa aquí y otra más allá, atisbando sin apuro el momento en que descubriría la silueta de Josiane en algún codo de las galerías o en algún mostrador. Si ya estaba acompañada, una señal convenida me dejaba .saber cuándo podría encontrarla sola; otras veces se limitaba a sonreír y a mí me quedaba el resto del tiempo para las galerías; eran las horas del explorador y así fui entrando en las zonas más remotas del barrio, en la Galerie Sainte—Foy, por ejemplo, y en los remotos Passages du Caire, pero aunque cualquiera de ellos me atrajera más que las calles abiertas (y había tantos, hoy era el Passage des Princes, otra vez el Passage Verdeau, así hasta el infinito), de todas maneras el término de una larga ronda que yo mismo no hubiera podido reconstruir me devolvía siempre a la Galerie Vivienne, no tanto por Josiane aunque también fuera por ella, sino por sus rejas protectoras, sus alegorías vetustas, sus sombras en el codo del Passage des Petits—Péres, ese mundo diferente donde no había que pensar en. Irma y se podía vivir sin horarios fijos, al azar de los encuentros y de la suerte. Con tan pocos asideros no alcanzo a calcular el tiempo que pasó antes de que volviéramos a hablar casualmente del sudamericano; una vez me había parecido verlo salir de un portal de la rué Saint—Marc, envuelto en una de esas hopalandas negras que tanto se habían llevado cinco años atrás junto con sombreros de copa exageradamente alta, y estuve tentado de acercarme y preguntarle por su origen. Me lo impidió el pensar en la fría cólera con que yo habría recibido una interpelación de ese género, pero Josiane encontró luego que había sido una tontería de mi parte, quizá porque el sudamericano le interesaba a su manera, con algo de ofensa gremial y mucho de curiosidad. Se acordó de que unas noches atrás había creído reconocerlo de lejos en la Galerie Vivienne, que sin embargo él no parecía frecuentar.
—No me gusta esa manera que tiene de mirarnos —dijo Josiane—. Antes no me importaba, pero desde aquella vez que hablaste de Laurent...
—Josiane, cuando hice esa broma estábamos con Kikí y Albert. Albert es un soplón de la policía, supongo que lo sabes. ¿Crees que dejaría pasar la oportunidad si la idea le pareciera razonable? La cabeza de Laurent vale mucho dinero, querida.
—No me gustan sus ojos —se obstinó Josiane—. Y además que no te mira, la verdad es que te clava los ojos pero no te mira. Si un día me aborda salgo huyendo, te lo digo por esta cruz.
—Tienes miedo de un chico. ¿O todos los sudamericanos te parecemos unos orangutanes?
Ya se sabe cómo podían acabar esos diálogos. Ibamos a beber un grog al café de la rué des Jeuneurs, recorríamos las galerías, los teatros del boulevard, subíamos a la bohardilla, nos reíamos enormemente. Hubo algunas semanas —por fijar un término, es tan difícil ser justo con la felicidad— en que todo nos hacía reír, hasta las torpezas de Badinguet y el temor de la guerra nos divertían. Es casi ridículo admitir que algo tan desproporcionadamente inferior como Laurent pudiera acabar con nuestro contento, pero así fue. Laurent mató a otra mujer en la rué Beauregard —tan cerca, después de todo— y en el café nos quedamos como en misa y Marthe, que había entrado a la carrera para gritar la noticia, acabó en una explosión de llanto histérico que de algún modo nos ayudó a tragar la bola que teníamos en la garganta. Esa misma noche la policía nos pasó a todos por su peine más fino, de café en café y de hotel en hotel; Josiane buscó al amo y yo la dejé irse, comprendiendo que necesitaba la protección suprema que todo lo allanaba. Pero como en el fondo esas cosas me sumían en una vaga tristeza —las galerías no eran para eso, no debían ser para eso—, me puse a beber con Kikí y después con la Rousse que me buscaba como puente para reconciliarse con Josiane. Se bebía fuerte en nuestro café, y en esa niebla caliente de las voces y los tragos me pareció casi justo que a medianoche el sudamericano fuera a sentarse a una mesa del fondo y pidiera su ajenjo con la expresión de siempre, hermosa y ausente y alunada. Al preludio de confidencia de la Rousse contesté que ya lo sabía, y que después de todo el muchacho no era ciego y sus gustos no merecían tanto rencor; todavía nos reíamos de las falsas bofetadas de la Rousse cuando Kikí condescendió a decir que alguna vez había estado en su habitación. Antes de que la Rousse pudiera clavarle las diez uñas de una pregunta imaginable, quise saber cómo era ese cuarto. “Bah, qué importa el cuarto”, decía desdeñosamente la Rousse, pero Kikí ya se metía de lleno en una bohardilla de la rué Notre—Dame—des—Victoires, sacando como un mal prestidigitador de barrio un gato gris, muchos papeles borroneados, un piano que ocupaba demasiado lugar, pero sobre todo papeles y al final otra vez el gato gris que en el fondo parecía ser el mejor recuerdo de Kikí.
Yo la dejaba hablar, mirando todo el tiempo hacia la mesa del fondo y diciéndome que al fin y al cabo hubiera sido tan natural que me acercara al sudamericano y le dijera un par de frases en español. Estuve a punto de hacerlo, y ahora no soy más que uno de los muchos que se preguntan por qué en algún momento no hicieron lo que habían pensado hacer. En cambio me quedé con la Rousse y Kikí, fumando una nueva pipa y pidiendo otra ronda de vino blanco; no me acuerdo bien de lo que sentí al renunciar a mi impulso, pero era algo como una veda, el sentimiento de que si la trasgredía iba a entrar en un territorio inseguro. Y sin embargo creo que hice mal, que estuve al borde de un acto que hubiera podido salvarme. Salvarme de qué, me pregunto. Pero precisamente de eso: salvarme de que hoy no pueda hacer otra cosa que preguntármelo, y que no haya otra respuesta que el humo del tabaco y esa vaga esperanza inútil que me sigue por las calles como un perro sarnoso.

Où sont—ils passes, les becs de gaz? Que
sont—elles devenues, les vendeuses d'amour?
............., VI, I.
Poco a poco tuve que convencerme de que habíamos entrado en malos tiempos y que mientras Laurent y las amenazas prusianas nos preocuparan de ese modo, la vida no volvería a ser lo que había sido en las galerías. Mi madre debió notarme desmejorado porque me aconsejó que tomara algún tónico, y los padres de Irma, que tenían un chalet en una isla del Paraná, me invitaron a pasar una temporada de descanso y de vida higiénica. Pedí quince días de vacaciones y me fui sin ganas a la isla, enemistado de antemano con el sol y los mosquitos. El primer sábado pretexté cualquier cosa y volví a la ciudad, anduve como a los tumbos por calles donde los tacos se hundían en el asfalto blando. De esa vagancia estúpida me queda un brusco recuerdo delicioso: al entrar una vez más en el Pasaje Güemes me envolvió de golpe el aroma del café, su violencia ya casi olvidada en las galerías donde el café era flojo y recocido. Bebí dos tazas, sin azúcar, saboreando y oliendo a la vez, quemándome y feliz. Todo lo que siguió hasta el fin de la tarde olió distinto, el aire húmedo del centro estaba lleno de pozos de fragancia (volví a pie hasta mi casa, creo que le había prometido a mi madre cenar con ella), y en cada pozo del aire los olores eran más crudos, más intensos, jabón amarillo, café, tabaco negro, tinta de imprenta, yerba mate, todo olía encarnizadamente, y también el sol y el cielo eran más duros y acuciados. Por unas horas olvidé casi rencorosamente el barrio de las galerías, pero cuando volví a cruzar el Pasaje Güemes (¿era realmente en la época de la isla? Acaso mezclo dos momentos de una misma temporada, y en realidad poco importa) fue en vario que invocara la alegre bofetada del café, su olor me pareció el de siempre y en cambio reconocí esa mezcla dulzona y repugnante del aserrín y la cerveza rancia que parece rezumar del piso de los bares del centro, pero quizá fuera porque de nuevo estaba deseando encontrar a Josiane y hasta confiaba en que el gran terror y las nevadas hubiesen llegado a su fin. Creo que en esos días empecé a sospechar que ya el deseo no bastaba como antes para que las cosas girasen acompasadamente y me propusieran alguna de las calles que llevaban a la Galerie Vivienne, pero también es posible que terminara por someterme mansamente al chalet de la isla para no entristecer a Irma, para que no sospechara que mi único reposo verdadero estaba en otra parte; hasta que no pude más y volví a la ciudad y caminé hasta agotarme, con la camisa pegada al cuerpo, sentándome en los bares para beber cerveza, esperando ya no sabía qué. Y cuando al salir del último bar vi que no tenía más que dar la vuelta a la esquina para internarme en mi barrio, la alegría se mezcló con la fatiga y una oscura conciencia de fracaso, porque bastaba mirar la cara de la gente para comprender que el gran terror estaba lejos de haber cesado, bastaba asomarse a los ojos de Josiane en su esquina de la rué d'Uzés y oírle decir quejumbrosa que el amo en persona había decidido protegerla de un posible ataque; recuerdo que entre dos besos alcancé a entrever su silueta en el hueco de un portal, defendiéndose de la cellisca envuelto en una larga capa gris.
Josiane no era de las que reprochan las ausencias, y me pregunto si en el fondo se daba cuenta del paso del tiempo. Volvimos del brazo a la Galerie Vivienne, subimos a la bohardilla, pero después comprendimos que no estábamos contentos como antes y lo atribuimos vagamente a todo lo que afligía al barrio; habría guerra, era fatal, los hombres tendrían que incorporarse a las filas (ella empleaba solemnemente esas palabras con un ignorante, delicioso respeto), la gente tenía miedo y rabia, la policía no había sido capaz de descubrir a Laurent. Se consolaban guillotinando a otros, como esa misma madrugada en que ejecutarían al envenenador del que tanto habíamos hablado en el café de la rué des Jeuneurs en los días del proceso; pero el terror seguía suelto en las galerías y en los pasajes, nada había cambiado desde mi último encuentro con Josiane, y ni siquiera había dejado de nevar.
Para consolarnos nos fuimos de paseo, desafiando el frío porque Josiane tenía un abrigo que debía ser admirado en una serie de esquinas y portales donde sus amigas esperaban a los clientes soplándose los dedos o hundiendo las manos en los manguitos de piel. Pocas veces habíamos andado tanto por los boulevares, y terminé sospechando que éramos sobre todo sensibles a la protección de los escaparates iluminados; entrar en cualquiera de las calles vecinas (porque también Liliane tenía que ver el abrigo, y más allá Francine) nos iba hundiendo poco a poco en el espanto, hasta que el abrigo quedó suficientemente exhibido y yo propuse nuestro café y corrimos por la rué du Croissant hasta dar la vuelta a la manzana y refugiarnos en el calor y los amigos. Por suerte para todos la idea de la guerra se iba adelgazando a esa hora en las memorias, a nadie se le ocurría repetir los estribillos obscenos contra los prusianos,, se estaba tan bien con las copas llenas y el calor de la estufa, los clientes de paso se habían marchado y quedábamos solamente los amigos del patrón, el grupo de siempre y la buena noticia de que la Rousse había pedido perdón a Josiane y se habían reconciliado con besos y lágrimas y hasta regalos. Todo tenía algo de guirnalda (pero las guirnaldas pueden ser fúnebres, lo comprendí después) y por eso, como afuera estaban la nieve y Laurent, nos quedábamos lo más posible en el café y nos enterábamos a medianoche de que el patrón cumplía cincuenta años de trabajo detrás del mismo mostrador, y eso había que festejarlo, una flor se trenzaba con la siguiente, las botellas llenaban las mesas porque ahora las ofrecía el patrón y no se podía desairar tanta amistad y tanta dedicación al trabajo, y hacia las tres y media de la mañana Kikí completamente borracha terminaba de cantarnos los mejores aires de la opereta de moda mientras Josiane y la Rousse lloraban abrazadas de felicidad y ajenjo, y Albert, casi sin darle importancia, trenzaba otra flor en la guirnalda y proponía terminar la noche en la Roquette donde guillotinaban al envenenador exactamente a las seis, y el patrón descubría emocionado que ese final de fiesta era como la apoteosis de cincuenta años de trabajo honrado y se obligaba, abrazándonos a todos y hablándonos de su esposa muerta en el Languedoc, a alquilar dos fiacres para la expedición.
A eso siguió más vino, la evocación de diversas madres y episodios sobresalientes de la infancia, y una sopa de cebolla que Josiane y la Rousse llevaron a lo sublime en la cocina del café mientras Albert, el patrón y yo nos prometíamos amistad eterna y muerte a los prusianos. La sopa y los quesos debieron ahogar tanta vehemencia, porque estábamos casi callados y hasta incómodos cuando llegó la hora de cerrar el café con un ruido interminable de barras y cadenas, y subir a los fiacres donde todo el frío del mundo parecía estar esperándonos. Más nos hubiera valido viajar juntos para abrigarnos, pero el patrón tenía principios humanitarios en materia de caballos y montó en el primer fiacre con la Rousse y Albert mientras me confiaba a Kikí y a Josiane quienes, dijo, eran como sus hijas. Después de festejar adecuadamente la frase con los cocheros, el ánimo nos volvió al cuerpo mientras subíamos hacia Popincourt entre simulacros de carreras, voces de aliento y lluvias de falsos latigazos. El patrón insistió en que bajáramos a cierta distancia, aduciendo razones de discreción que no entendí, y tomados del brazo para no resbalar demasiado en la nieve congelada remontamos la rué de la Roquette vagamente iluminada por reverberos aislados, entre sombras movientes que de pronto se resolvían en sombreros de copa, fiacres al trote y grupos de embozados que acababan amontonándose frente a un ensanchamiento de la calle, bajo la otra sombra más alta y más negra de la cárcel. Un mundo clandestino se codeaba, se pasaba botellas de mano en mano, repetía una broma que corría entre carcajadas y chillidos sofocados, y también había bruscos silencios y rostros iluminados un instante por un yesquero, mientras seguíamos avanzando dificultosamente y cuidábamos de no separarnos como si cada uno supiera que sólo la voluntad del grupo podía perdonar su presencia en ese sitio. La máquina estaba ahí sobre sus cinco bases de piedra, y todo el aparato de la justicia aguardaba inmóvil en el breve espacio entre ella y el cuadro de soldados con los fusiles apoyados en tierra y las bayonetas caladas. Josiane me hundía las uñas en el brazo y temblaba de tal manera que hablé de llevármela a un café, pero no había cafés a la vista y ella se empecinaba en quedarse. Colgada de mí y de Albert, saltaba de tanto en tanto para ver mejor la máquina, volvía a clavarme las uñas, y al final me obligó a agachar la cabeza hasta que sus labios encontraron mi boca, y me mordió histéricamente murmurando palabras que pocas veces le había oído y que colmaron mi orgullo como si por un momento hubiera sido el amo. Pero de todos nosotros el único aficionado apreciativo era Albert; fumando un cigarro mataba los minutos comparando ceremonias, imaginando el comportamiento final del condenado, las etapas que en ese mismo momento se cumplían en el interior de la prisión y que conocía en detalle por razones que se callaba. Al principio lo escuché con avidez para enterarme de cada nimia articulación de la liturgia, hasta que lentamente, como desde más allá de él y de Josiane y de la celebración del aniversario, me fue invadiendo algo que era como un abandono, el sentimiento indefinible de que eso no hubiera debido ocurrir en esa forma, que algo estaba amenazando en mí el mundo de las galerías y los pasajes, o todavía peor, que mi felicidad en ese mundo había sido un preludio engañoso, una trampa de flores como si una de las figuras de yeso me hubiera alcanzado una guirnalda mentida (y esa noche yo había pensado que las cosas se tejían como las flores en una guirnalda), para caer poco a poco en Laurent, para derivar de la embriaguez inocente de la Galerie Vivienne y de la bohardilla de Josiane, lentamente ir pasando al gran terror, a la nieve, a la guerra inevitable, a la apoteosis de los cincuenta años del patrón, a los fiacres ateridos del alba, al brazo rígido de Josiane que se prometía no mirar y buscaba ya en mi pecho dónde esconder la cara en el momento final. Me pareció (y en ese instante las rejas empezaban a abrirse y se oía la voz de mando del oficial de la guardia) que de alguna manera eso era un término, no sabía bien de qué porque al fin y al cabo yo seguiría viviendo, trabajando en la Bolsa y viendo de cuando en cuando a Josiane, a Albert y a Kikí que ahora se había puesto a golpearme histéricamente el hombro, y aunque no quería desviar los ojos de las rejas que terminaban de abrirse, tuve que prestarle atención por un instante y siguiendo su mirada entre sorprendida y burlona alcancé a distinguir casi al lado del patrón la silueta un poco agobiada del sudamericano envuelto en la hopalanda negra, y curiosamente pensé que también eso entraba de alguna manera en la guirnalda, y que era un poco como si una mano acabara de trenzar en ella la flor que la cerraría antes del amanecer. Y ya no pensé más porque Josiane se apretó contra mí gimiendo, y en la sombra que los dos reverberos de la puerta agitaban sin ahuyentarla, la mancha blanca de una camisa surgió como flotando entre dos siluetas negras, apareciendo y desapareciendo cada vez que una tercera sombra voluminosa se inclinaba sobre ella con los gestos del que abraza o amonesta o dice algo. al oído o da a besar alguna cosa, hasta que se hizo a un lado y la mancha blanca se definió más de cerca, encuadrada por un grupo de gentes con sombreros de copa y abrigos negros, y hubo como una prestidigitación acelerada, un rapto de la mancha blanca por las dos figuras que hasta ese momento habían parecido formar parte de la máquina, un gesto de arrancar de los hombros un abrigo ya innecesario, un movimiento presuroso hacia adelante, un clamor ahogado que podía ser de cualquiera, de Josiane convulsa contra mi, de la mancha blanca que parecía deslizarse bajo el armazón donde algo se desencadenaba con un chasquido y una conmoción casi simultáneos. Creí que Josiane iba a desmayarse, todo el peso de su cuerpo resbalaba a lo largo del mío como debía estar resbalando el otro cuerpo hacia la nada, y me incliné para sostenerla mientras un enorme nudo de gargantas se desataba en un final de misa con el órgano resonando en lo alto (pero era un caballo que relinchaba al oler la sangre) y el reflujo nos empujó entre gritos y órdenes militares. Por encima del sombrero de Josiane que se había puesto a llorar compasivamente contra mi estómago, alcancé a reconocer al patrón emocionado, a Albert en la gloria, y el perfil del sudamericano perdido en la contemplación imperfecta de la máquina que las espaldas de los soldados y el afanarse de los artesanos de la justicia le iban librando por manchas aisladas, por relámpagos de sombra entre gabanes y brazos y un afán general por moverse y partir en busca de vino caliente y de sueño, como nosotros amontonándonos más tarde en un fiacre para volver al barrio, comentando lo que cada uno había creído ver y que no era lo mismo, no era nunca lo mismo y por eso valía más porque entre la rué de la Roquette y el barrio de la Bolsa había tiempo para reconstruir la ceremonia, discutirla, sorprenderse en contradicciones, jactarse de una vista más aguda o de unos nervios más templados para admiración de última hora de nuestras tímidas compañeras.
Nada podía tener de extraño que en esa época mi madre me notara más desmejorado y se lamentara sin disimulo de una indiferencia inexplicable que hacía sufrir a mi pobre novia y terminaría por enajenarme la protección de los amigos de mi difunto padre gracias a los cuales me estaba abriendo paso en los medios bursátiles. A frases así no se podía contestar más que con el silencio, y aparecer algunos días después con una nueva planta de adorno o un vale para madejas de lana a precio rebajado. Irma era más comprensiva, debía confiar simplemente en que el matrimonio me devolvería alguna vez a la normalidad burocrática, y en esos últimos tiempos yo estaba al borde de darle la razón pero me era imposible renunciar a la esperanza de que el gran terror llegara a su fin en el barrio de las galerías y que volver a mi casa no se pareciera ya a una escapatoria, a un ansia de protección que desaparecía tan pronto como mi madre empezaba a mirarme entre suspiros o Irma me tendía la taza de café con la sonrisa de las novias arañas. Estábamos por ese entonces en plena dictadura militar, una más en la interminable serie, pero la gente se apasionaba sobre todo por el desenlace inminente de la guerra mundial y casi todos los días se improvisaban manifestaciones en el centro para celebrar el avance aliado y la liberación de las capitales europeas, mientras la policía cargaba contra los estudiantes y las mujeres, los comercios bajaban presurosamente las cortinas metálicas y yo, incorporado por la fuerza de las cosas a algún grupo detenido frente a las pizarras de La Prensa, me preguntaba si sería capaz de seguir resistiendo mucho tiempo a la sonrisa consecuente de la pobre Irma y a la humedad que me empapaba la camisa entre rueda y rueda de cotizaciones, Empecé a sentir que el barrio de las galerías ya no era como antes el término de un deseo, cuando bastaba echar a andar por cualquier calle para que en alguna esquina todo girara blandamente y me allegara sin esfuerzo a la Place des Victoires donde era tan grato demorarse vagando por las callejuelas con sus tiendas y zaguanes polvorientos, y a la hora más propicia entrar en la Galerie Vivienne en busca de Josiane, a menos que caprichosamente prefiriera recorrer primero el Passage des Panoramas o el Passage des Princes y volver dando un rodeo un poco perverso por el lado de la Bolsa. Ahora, en cambio, sin siquiera tener el consuelo de reconocer como aquella mañana el aroma vehemente del café en el Pasaje Güemes (olía a aserrín, a lejía), empecé a admitir desde muy lejos que el barrio de las galerías no era ya el puerto de reposo, aunque todavía creyera en la posibilidad de liberarme de mi trabajo y de Irma, de encontrar sin esfuerzo la esquina de Josiane. A cada momento me ganaba el deseo de volver; frente a las pizarras de los diarios, con los amigos, en el patio de casa, sobre todo al anochecer, a la hora en que allá empezarían a encenderse los picos de gas. Pero algo me obligaba a demorarme junto a mi madre y a Irma, una oscura certidumbre de que en el barrio de las galerías ya no me esperarían como antes, de que el gran terror era el más fuerte. Entraba en los bancos y en las casas de comercio con un comportamiento de autómata, tolerando la cotidiana obligación de comprar y vender valores y escuchar los cascos de los caballos de la policía cargando contra el pueblo que festejaba los triunfos aliados, y tan poco creía ya que alcanzaría a liberarme una vez más de todo eso que cuando llegué al barrio de las galerías tuve casi miedo, me sentí extranjero y diferente como jamás me había ocurrido antes, me refugié en una puerta cochera y dejé pasar el tiempo y la gente, forzado por primera vez a aceptar poco a poco todo lo que antes me había parecido mío, las calles y los vehículos, la ropa y los guantes, la nieve en los patios y las voces en las tiendas. Hasta que otra vez fue el deslumbramiento, fue encontrar a Josiane en la Galerie Coibert y enterarme entre besos y brincos de que ya no había Laurent, que el barrio había festejado noche tras noche el fin de la pesadilla, y todo el mundo había preguntado por mí y menos mal que por fin Laurent, pero dónde me había metido que no me enteraba de nada, y tantas cosas y tantos besos. Nunca la había deseado más y nunca nos quisimos mejor bajo el techo de su cuarto que mi mano podía tocar desde la cama. Las caricias, los chismes, el delicioso recuento de los días mientras el anochecer iba ganando la bohardilla. ¿Laurent? Un marsellés de pelo crespo, un miserable cobarde que se había atrincherado en el desván de la casa donde acababa de matar a otra mujer, y había pedido gracia desesperadamente mientras la policía echaba abajo la puerta. Y se llamaba Paúl, el monstruo, hasta eso, fíjate, y acababa de matar a su novena víctima, y lo habían arrastrado al coche celular mientras todas las fuerzas del segundo distrito lo protegían sin ganas de una muchedumbre que lo hubiera destrozado. Josiane había tenido ya tiempo de habituarse, de enterrar a Laurent en su memoria que poco guardaba las imágenes, pero para mí era demasiado y no alcanzaba a creerlo del todo hasta que su alegría me persuadió de que verdaderamente ya no habría más Laurent, que otra vez podíamos vagar por los pasajes y las calles sin desconfiar de los portales. Fue necesario que saliéramos a festejar juntos la liberación, y como ya no nevaba Josiane quiso ir a la rotonda del Palais Royal que nunca habíamos frecuentado en los tiempos de Laurent. Me prometí, mientras bajábamos cantando por la rué des Petits Champs, que esa misma noche llevaría a Josiane a los cabarets de los boulevares, y que terminaríamos la velada en nuestro café donde a fuerza de vino blanco me haría perdonar tanta ingratitud y tanta ausencia.
Por unas pocas horas bebí hasta los bordes el tiempo feliz de las galerías, y llegué a convencerme de que el final del gran terror me devolvía sano y salvo a mi cielo de estucos y guirnaldas; bailando con Josiane en la rotonda me quité de encima la última opresión de ese interregno incierto, nací otra vez a mi mejor vida tan lejos de la sala de Irma, del patio de casa, del menguado consuelo del Pasaje Güemes. Ni siquiera cuando más tarde, charlando de tanta cosa alegre con Kikí y Josiane y el patrón, me enteré del final del sudamericano, ni siquiera entonces sospeché que estaba viviendo un aplazamiento, una última gracia; por lo demás ellos hablaban del sudamericano con una indiferencia burlona, como de cualquiera de los extravagantes del barrio que alcanzan a llenar un hueco en una conversación donde pronto nacerán temas más apasionantes, y que el sudamericano acabara de morirse en una pieza de hotel era apenas algo más que una información al pasar, y Kikí discurría ya sobre las fiestas que se preparaban en un molino de la Butte, y me costó interrumpirla, pedirle algún detalle sin saber demasiado por qué se lo pedía. Por Kikí acabé sabiendo algunas cosas mínimas, el nombre del sudamericano que al fin y al cabo era un nombre francés y que olvidé en seguida, su enfermedad repentina en la rué du Faubourg Montmartre donde Kikí tenía un amigo que le había contado; la soledad» el miserable cirio ardiendo sobre la consola atestada de libros y papeles, el gato gris que su amigo había recogido, la cólera del hotelero a quien le hacían eso precisamente cuando esperaba la visita de sus padres políticos, el entierro anónimo, el olvido, las fiestas en el molino de la Butte, el arresto de Paúl el marsellés, la insolencia de los prusianos a los que ya era tiempo de darles la lección que se merecían. Y de todo eso yo iba separando, como quien arranca dos flores secas de una guirnalda, las dos muertes que de alguna manera se me antojaban simétricas, la del sudamericano y la de Laurent, el uno en su pieza de hotel, el otro disolviéndose en la nada pata ceder su lugar a Paúl el marsellés, y eran casi una misma muerte, algo que se borraba para siempre en la memoria del barrio. Todavía esa noche pude creer que todo seguiría como antes del gran terror, y Josiane fue otra vez mía en su bohardilla y al despedirnos nos prometimos fiestas y excursiones cuando llegase el verano Pero helaba en las calles, y las noticias de la guerra exigían mi presencia en la Bolsa a las nueve de la mañana; con un esfuerzo que entonces creí meritorio me negué a pensar en mi reconquistado cielo, y después de trabajar hasta la náusea almorcé con mi madre y le agradecí que me encontrara más repuesto. Esa semana la pasé en —plena lucha bursátil, sin tiempo para nada, corriendo a casa para darme una ducha y cambiar una camisa empapada por otra que al rato estaba peor. La bomba cayó sobre Hiroshima y todo fue confusión entre mis clientes, hubo que librar una larga batalla para salvar los valores más comprometidos y encontrar un rumbo aconsejable en ese mundo donde cada día era una nueva derrota nazi y una enconada, inútil reacción de la dictadura contra lo irreparable. Cuando los alemanes se rindieron y el pueblo se echó a la calle en Buenos Aires, pensé que podría tomarme un descanso, pero cada mañana me esperaban nuevos problemas, en esas semanas me casé con Irma después que mi madre estuvo al borde de un ataque cardíaco y toda la familia me lo atribuyó quizá justamente. Una y otra vez me pregunté por qué, si el gran terror había cesado en el barrio de las galerías, no me llegaba la hora de encontrarme con Josiane para volver a pasear bajo nuestro cielo de yeso. Supongo que el trabajo y las obligaciones familiares contribuían a impedírmelo, y sólo sé que de a ratos perdidos me iba a caminar como consuelo por el Pasaje Güemes, mirando vagamente hacia arriba, tomando café y pensando cada vez con menos convicción en las tardes en que me había bastado vagar un rato sin rumbo fijo para llegar a mi barrio y dar con Josiane en alguna esquina del atardecer. Nunca he querido admitir que la guirnalda estuviera definitivamente cerrada y que no volvería a encontrarme con Josiane en los pasajes o los boulevares. Algunos días me da por pensar en el sudamericano, y en esa rumia desganada llego a inventar como un consuelo, como si él nos hubiera matado a Laurent y a mí con su propia muerte; razonablemente me digo que no, que exagero, que cualquier día volveré a entrar en el barrio de las galerías y encontraré a Josiane sorprendida por mi larga ausencia. Y entre una cosa y otra me quedo en casa tomando mate, escuchando a Irma que espera para diciembre, y me pregunto sin demasiado entusiasmo si cuando lleguen las elecciones votaré por Perón o por Tamborini, si votaré en blanco o sencillamente me quedaré en casa tomando mate y mirando a Irma y a las plantas del patio.