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jueves, 18 de agosto de 2011

OCTAVIO, EL INVASOR


Ana María Shua


Estaba preparado para la violencia aterradora de la luz y el sonido, pero no para la
presión, la brutal presión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre, ejerciéndose
sobre ese cuerpo tan distinto del suyo, cuyas reacciones no había aprendido todavía a
controlar. Un cuerpo desconocido en un mundo desconocido. Ahora, cuando después
del dolor y de la angustia del pasaje, esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el
horror de la situación se le hacía presente.
Sólo las penosas sensaciones de la transmigración podían compararse a lo que
acababa de pasar, pero después de aquella experiencia había tenido unos meses de
descanso, casi podría decirse de convalecencia, en una oscuridad cálida adonde los
sonidos y la luz llegan muy amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la
gravedad del planeta. Sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de
un lado a otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno, pero
¿cómo y dónde obtenerlo? Un alarido se le escapó de la boca, y supo que algo se
expandía en su interior, un ingenioso mecanismo automático que le permitiría utilizar el
oxígeno del aire para sobrevivir.
- Varón - dijo la partera -. Un varoncito sano y hermoso, señora.
- ¿Cómo lo va a llamar? - dijo el obstetra.
- Octavio - contestó la mujer, agotada por el esfuerzo y colmada de esa pura
felicidad física que sólo puede proporcionar la interrupción brusca del dolor.
Octavio descubrió, como una circunstancia más del horror en el que se encontraba
inmerso, que era incapaz de organizar en percepción sus sensaciones: debía haber
voces humanas, pero no podía distinguirlas en la masa indiferenciada de sonidos que
lo asfixiaba, otra vez se sintió transportado, algo o alguien lo tocaba y movía partes de
su cuerpo, la luz lo dañaba. De pronto lo alzaron por el aire para depositarlo sobre algo
tibio y blando. Dejó de aullar: desde el interior de ese lugar cálido provenía,
amortiguado, el ritmo acompasado, tranquilizador, que había oído durante su
convaleciente espera. El terror disminuyó. Comenzó a sentirse inexplicablemente
seguro, en paz. Allí estaba por fin, formando parte de las avanzadas, en este nuevo
intento de invasión que, esta vez, no fracasaría. Tenía el deber de sentirse orgulloso,
pero el cansancio luchó contra el orgullo hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra
terrestre que creía ser su madre se quedó, por primera vez en este mundo,
profundamente dormido.
Despertó un tiempo después. Se sentía más lúcido y comprendía que ninguna
preparación previa podría haber sido suficiente para responder coherentemente a las
brutales exigencias de ese cuerpo que habitaba y que sólo ahora, a partir del
nacimiento, se imponían en toda su crudeza. Era Iógico que la transmigración no se
hubiera intentado en especímenes adultos: el brusco cambio de conducta, la repentina 2
torpeza en el manejo de su cuerpo, hubieran sido inmediatamente detectados por el
enemigo.
Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma que se hablaba en esa zona de
la Tierra. O, al menos, sus principales rasgos. Porque recién ahora se daba cuenta de
la diferencia entre la adquisición de una lengua en abstracto y su integración con los
hechos biológicos y culturales en los que esa lengua se había constituido. La palabra
«cabeza», por ejemplo, había comenzado a cobrar su verdadero sentido (o, al menos,
uno de ellos), cuando la fuerza gigantesca que lo empujara hacia adelante lo había
obligado a utilizar esa parte de su cuerpo, que latía aún dolorosamente, como ariete
para abrirse paso por un conducto demasiado estrecho.
Recordó que otros como él habían sido destinados a las mismas coordenadas
témporoespaciales. Se preguntó si algunos de sus poderes habrían sobrevivido a la
transmigración y si serían capaces de utilizarlos. Consiguió enviar algunas débiles
ondas telepáticas que obtuvieron respuesta inmediata: eran nueve y estaban allí, muy
cerca de él y, como él, llenos de miedo, de dolor y de pena. Sería necesario esperar
antes de empezar a organizarse para proseguir con sus planes. Su cuerpo volvió a
agitarse y a temblar incontroladamente y Octavio lanzó un largo aullido al que sus
compañeros respondieron: así, en ese lugar desconocido y terrible, lloraron juntos la
nostalgia del planeta natal.
Dos enfermeras entraron en la nursery.
- Qué cosa - dijo la más joven. - Se larga a llorar uno y parece que los otros se
contagian, en seguida se arma el coro.
- Vamos, apurate que hay que bañarlos a todos y llevarlos a las habitaciones - dijo
la otra, que consideraba su trabajo monótono y mal pago y estaba harta de oír siempre
los mismos comentarios.
Fue la más joven de las enfermeras la que llevó a Octavio, limpio y cambiado,
hasta la habitación donde lo esperaba su madre.
- Toc toc, ¡buenos días, mamita! - dijo la enfermera, que era naturalmente
simpática y cariñosa y sabía hacer valer sus cualidades a la hora de ganarse la
propina.
Aunque sus sensaciones seguían constituyendo una masa informe y caótica,
Octavio ya era capaz de reconocer aquéllas que se repetían y supo, entonces, que la
mujer lo recibía en sus brazos. Pudo, incluso, desglosar el sonido de su voz de los
demás ruidos ambientales. De acuerdo a sus instrucciones, Octavio debía lograr que
se lo alimentara artificialmente: era preferible reducir a su mínima expresión el contacto
físico con el enemigo.
- Miralo al muy vagoneta, no se quiere prender al pecho.
- Acordate que con Ale al principio pasó lo mismo, hay que tener paciencia. Avisá a
la nursery que te lo dejen en la pieza. Si no, te lo llenan de suero glucosado y cuando lo
traen ya no tiene hambre - dijo la abuela de Octavio. 3
En el sanatorio no aprobaban la práctica del rooming-in, que consistía en permitir
que los bebés permanecieran con sus madres en lugar de ser remitidos a la nursery
después de cada mamada. Hubo un pequeño forcejeo con la jefa de nurses hasta que
se comprobó que existía la autorización expresa del pediatra. Octavio no estaba
todavía en condiciones de enterarse de estos detalles y sólo supo que lo mantenían
ahora muy lejos de sus compañeros, de los que le llegaba a veces, alguna remota
vibración.
Cuando la dolorosa sensación que provenía del interior de su cuerpo se hizo
intolerable, Octavio comenzó a gritar otra vez. Fue alzado por el aire hasta ese lugar
cálido y mullido del que, a pesar de sus instrucciones, odiaba separarse. Y cuando algo
le acarició la mejilla, no pudo evitar que su cabeza girara y sus labios se entreabrieran,
desesperado, empezó a buscar frenéticamente alivio para la sensación quemante que
le desgarraba las entrañas. Antes de darse cuenta de lo que hacía Octavio estaba
succionando con avidez el pezón de su «madre». Odiándose a sí mismo, comprendió
que toda su voluntad no lograría desprenderlo de la fuente de alivio, el cuerpo mismo
de un ser humano. Las palabras «dulce» y «tibio» que, aprendidas en relación con los
órganos que en su mundo organizaban la experiencia, le habían parecido términos
simbólicos, se llenaban ahora de significado concreto. Tratando de persuadirse de que
esa pequeña concesión en nada afectaría su misión, Octavio volvió a quedarse
dormido.
Unos días después Octavio había logrado, mediante una penosa ejercitación,
permanecer despierto algunas horas. Ya podía levantar la cabeza y enfocar durante
algunos segundos la mirada, aunque los movimientos de sus apéndices eran todavía
totalmente incoordinados. Mamaba regularmente cada tres horas. Reconocía las voces
humanas y distinguía las palabras, aunque estaba lejos de haber aprehendido
suficientes elementos de la cultura en la que estaba inmerso como para llegar a una
comprensión cabal. Esperaba ansiosamente el momento en que sería capaz de una
comunicación racional con esa raza inferior a la que debía informar de sus planes de
dominio, hacerles sentir su poder. Fue entonces cuando recibió el primer ataque.
Lo esperaba. Ya había intentado comunicarse telepáticamente con él, sin obtener
respuesta. Aparentemente el traidor había perdido parte de sus poderes o se negaba a
utilizarlos. Como una descarga eléctrica, había sentido el contacto con esa masa roja
de odio en movimiento. Lo llamaban Ale y también Alejandro, chiquito, nene, tesoro.
Había formado parte de una de las tantas invasiones que fracasaron, hacía ya dos
años, perdiéndose todo contacto con los que intervinieron en ella. Ale era un traidor a
su mundo y a su causa: era lógico prever que trataría de librarse de él por cualquier
medio.
Mientras la mujer estaba en el baño, Ale se apoyó en el moisés con toda la fuerza
de su cuerpecito hasta volcarlo. Octavio fue despedido por el aire y golpeó con fuerza
contra el piso, aullando de dolor. La mujer corrió hacia la habitación, gritando. Ale
miraba espantado los magros resultados de su acción, que podía tener, en cambio,
terribles consecuencias para su propia persona. Sin hacer caso dé él, la mujer alzó a
Octavio y lo apretó suavemente contra su pecho, canturreando para calmarlo.
Avergonzándose de sí mismo, Octavio respiró el olor de la mujer y lloró y lloró hasta
lograr que le pusieran el pezón en la boca. Aunque no tenía hambre, mamó con ganas
mientras el dolor desaparecía poco a poco. Para no volverse loco, Octavio trató de 4
pensar en el momento en el que por fin llegaría a dominar la palabra, la palabra
liberadora, el lenguaje que, fingiendo comunicarlo, serviría en cambio para establecer
la necesaria distancia entre su cuerpo y ese otro en cuyo calor se complacía.
Frustrado en su intento de agresión directa y estrechamente vigilado por la mujer,
el traidor tuvo que contentarse con expresar su hostilidad en forma más disimulada,
con besos que se transformaban en mordiscos y caricias en las que se hacían sentir
las uñas. Sus abrazos le produjeron en dos oportunidades un principio de asfixia. La
segunda vez volvió a rescatarlo la intervención de la mujer: Alejandro se había
acostado sobre él y con su pecho le aplastaba la boca y la nariz, impidiendo el paso del
aire.
De algún modo, Octavio logró sobrevivir. Había aprendido mucho. Cuando entendió
que se esperaba de él una respuesta a ciertos gestos, empezó a devolver las sonrisas,
estirando la boca en una mueca vacía que los humanos festejaban como si estuviera
colmada de sentido. La mujer lo sacaba a pasear en el cochecito y él levantaba la
cabeza todo lo posible, apoyándose en los antebrazos, para observar el movimiento de
las calles. Algo en su mirada debía llamar la atención, porque la gente se detenía para
mirarlo y hacer comentarios.
- ¡Qué divino! - decían casi todos, y la palabra «divino», que hacía referencia a una
fuerza desconocida y suprema, te parecía a Octavio peligrosamente reveladora: tal vez
se estuviera descuidando en la ocultación de sus poderes.
- ¡Qué divino! - Insistía la gente.
- ¡Cómo levanta la cabecita! - Y cuando Octavio sonreía, añadían complacidos. -
¡Éste sí que no tiene problemas! - Octavio conocía ya las costumbres de la casa y la
repetición de ciertos hábitos le daba una sensación de seguridad. Los ruidos violentos,
en cambio, volvían a sumirlo en un terror descontrolado, retrotrayéndolo al dolor de la transmigración. Relegando sus intenciones ascéticas, Octavio no temía ya a entregarse a los placeres animales que le proponía su nuevo cuerpo. Le gustaba que lo
introdujeran en agua tibia, que lo cambiaran, dejando al aire las zonas de su piel
escaldadas por la orina, le gustaba mas que nada el contacto con la piel de la mujer.
Poco a poco se hacía dueño de sus movimientos. Pero a pesar de sus esfuerzos por
mantenerla viva, la feroz energía destructiva con la que había llegado a este mundo iba atenuándose junto con los recuerdos del planeta de origen.
Octavio se preguntaba si subsistían en toda su fuerza los poderes con que debía
iniciar la conquista y que todavía no había llegado el momento de probar. Ale, era
evidente, ya no los tenía: desde allí, y a causa de su traición, debían haberlo despojado de ellos. En varias oportunidades se encontró por la calle con otros invasores y se alegró de comprobar que aún eran capaces de responder a sus ondas telepáticas. No
siempre, sin embargo, obtenía contestación, y una tarde de sol se encontró con un
bebé de mayor tamaño, de sexo femenino, que rechazó con fuerza su aproximación
mental.
En la casa había también un hombre, pero afortunadamente Octavio no se sentía
físicamente atraído hacia él, como le sucedía con la mujer. El hombre permanecía
menos tiempo en la casa y aunque lo sostenía frecuentemente en sus brazos, Octavio 5
percibía un halo de hostilidad que emanaba de él y que por momentos se le hacía
intolerable. Entonces lloraba con fuerza hasta que la mujer iba a buscarlo, enojada.
- ¡Cómo puede ser que a esta altura todavía no sepas tener a un bebe en brazos!
Un día, cuándo Octavio ya había logrado darse vuelta boca arriba a voluntad y asir
algunos objetos con las manos torpemente, él y el hombre quedaron solos en la casa
por primera vez, el hombre quiso cambiarlo, y Octavio consiguió emitir en el momento
preciso un chorro de orina que mojó la cara de su padre.
El hombre trabajaba en una especie de depósito donde se almacenaban en
grandes cantidades los papeles que los humanos utilizaban como medio de
intercambio. Octavio comprobó que estos papeles eran también motivo de discusión
entre el hombre y la mujer y, sin saber muy bien de qué se trataba, tomó el partido de ella. Ya había decidido que, cuando se completaran los Planes de invasión, la mujer, que tanto y tan estrechamente había colaborado con el invasor, merecería gozar de algún tipo de privilegio. No habría, en cambio, perdón para los traidores. A Octavio comenzaba a molestarle que la mujer alzara en brazos o alimentara a Alejandro y
hubiera querido prevenirla contra él: un traidor es siempre peligroso, aún para el
enemigo que lo ha aceptado entre sus huestes.
El pediatra estaba muy satisfecho con los progresos de Octavio, que había
engordado y crecido razonablemente y ya podía permanecer unos segundos sentado
sin apoyo.
- ¿Viste qué mirada tiene? A veces me parece que entiende todo - decía la mujer,
que tenía mucha confianza con el médico y lo tuteaba.
- Estos bichos entienden más de lo que uno se imagina - contestaba el doctor,
riendo. Y Octavio devolvía una sonrisa que ya no era sólo una mueca vacía.
Mamá destetó a Octavio a los siete meses y medio. Aunque ya tenía dos dientes y
podía mascullar unas pocas sílabas sin sentido para los demás, Octavio seguía usando
cada vez con más oportunidad y precisión su recurso preferido: el llanto. El destete no
fue fácil porque el bebé parecía rechazar la comida sólida y no mostraba entusiasmo
por el biberón. Octavio sabía que debía sentirse satisfecho de que un objeto de metal
cargado de comida o una tetina de goma se interpusieran entre su cuerpo y el de la
mujer, pero no encontraba en su interior ninguna fuente de alegría. Ahora podía
permanecer mucho tiempo sentado y arrastrarse por el piso: pronto llegaría el gran
momento en que lograría pronunciar su primera palabra, y se contentaba con soñar en
el brusco viraje que se produciría entonces en sus relaciones con los humanos. Sin
embargo, sus planes se le aparecían confusos, lejanos, y a veces su vida anterior le
resultaba tan difícil de recordar como un sueño.
Aunque la presencia de la mujer no le era ahora imprescindible, ya que su
alimentación no dependía de ella, su ausencia se le hacía cada vez más intolerable.
Verla desaparecer detrás de una puerta sin saber cuándo volvería, le provocaba un
dolor casi físico que Se expresaba en gritos agudos. A veces ella jugaba a las
escondidas, tapándose la cara con un trapo y gritando, absurdamente: «¡No tá mamá,
no tá!». Se destapaba después y volvía a gritar: «¡Acá tá mamá!». Octavio disimulaba 6
con risas la angustia que le provocaba la desaparición de ese rostro que sabía,
embargo, tan próximo.
Inesperadamente, al mismo tiempo que adquiría mayor dominio sobre su cuerpo,
Octavio comenzó a padecer una secuela psíquica del Gran Viaje: los rostros humanos
desconocidos lo asustaban. Trató de racionalizar su terror diciéndose que cada
persona nueva que veía podía ser un enemigo al tanto de sus planes. Ese temor a los
desconocidos produjo un cambio en sus relaciones con su familia terrestre. Ya no
sentía la vieja y tranquilizadora mezcla de odio y desprecio por el Traidor, que a su vez parecía percibir la diferencia y lo besaba o lo acariciaba a veces sin utilizar sus muestras de cariño para un ataque. Octavio no quería confesarse hasta qué punto lo
comprendía ahora, qué próximo se sentía a él. Cuando la mujer, que había empezado
a trabajar fuera de la casa, salía por algunas horas dejándolos al cuidado de otra
persona, Ale y Octavio se sentían extrañamente solidarios en su pena. Octavio había
llegado al extremo de aceptar con placer que el hombre lo tuviera en sus brazos,
pronunciando extraños sonidos que no pertenecían a ningún idioma terrestre, como si
buscara algún lenguaje que pudiera aproximarlos.
Y por fin, llegó la palabra. La primera palabra, la utilizó con éxito para llamar a su lado a la mujer que estaba en la cocina, Octavio había dicho «Mamá» y ya era para
entonces completamente humano, una vez más, la milenaria, la infinita invasión, había
fracasado.
FIN

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