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jueves, 22 de abril de 2010

PRO RETÓRICA


Es un digno adversario. Sin embargo, le falta. Es un gran discutidor (siempre lo ha sido), lo hace deportivamente, sin interés verdadero. Ese es su error en el discurso. Desconoce las reglas de la oratoria. En el arte retórico, existen –como en toda técnica- cinco instancias en las que el orador desarrolla su tejné. Está la inventio, dispositio, elocutio, memoria, y finalmente actio. Es en las primeras tres donde se teje la verdadera naturaleza del orador. El sofista, acostumbrado a realizarlo casi operativamente, sabe que lo fundamental es la sorpresa y el momento de desestructurar al otro en pleno combate. La diferencia entre el sofista y el retórico, es que el retor (rethor) busca justamente la supervivencia en cada combate. No es para él una cuestión linguïstica, es una cuestión de vida o muerte. Es pura verdad.

Mi favorita es la dispositio. Esto ocurre porque es la instancia donde se despliegan los argumentos de manera tal que uno pueda utilizarlos para donde desee (deseo y argumentos no son excluyentes uno del otro, el deseo de argumentar o el argumentar por deseo, serían una muestra de que se podrían juntar esas dos actividades). El punto es que la buena disposición (espacial) logra una buena posición –sea ofensiva o defensiva-. Distinto es el adversario, quien por su corta experiencia, prefiere la inventio. Desconoce que la inventio es lo más fácil de lograr. En el Ars Retórica se plantea que los argumentos están en todas partes, uno podría extraerlos de debajo-de-las-piedras-si-quisiera. Por eso es tan fácil. Lo ignora, lógicamente porque no comprende justamente que esto es un arte.

Toda argumentación debe llevar su contra-argumento. No puede haber una acción sin su opuesta reacción. El arte verdadero consiste en la captatio benevolentiae, que puede ser de diversas maneras. Uno debe ganarse al público con diversas estrategias. Mi favorita es el tópico de la falsa modestia. Es constituirse como el sujeto hablante que ignora determinadas cosas, determinadas reglas, desconoce algunos aspectos de la vida, para que el otro se sienta omnipotens. De esta manera, es en el empequeñecimiento de la experiencia, donde se gana el espacio del discurso. Opuesto, está el despliegue de la necesidad de atención. El orador que apela de forma directa al público, a lo Salustio. El que pide que no le quiten el foco, que no se retiren del foro. Ese que necesita del público porque sin él, no tiene el espacio. No es una bella posición. Hasta es incómoda. En el actio, se toma como algo sucio. Convengamos que así es el contender.

La insignificancia de la palabra, una escena de mi cotidianeidad. Todo participante de una escena sueña con tener ‘la última palabra’. Hablar el último, “concluir”, es dar un destino a todo lo que se ha dicho, es dominar, poseer, dispensar, atestar en el sentido; en el espacio de la palabra, lo que viene último ocupa un lugar soberano, guardado, de acuerdo con un privilegio regulado, por los profesores, los presidentes, los jueces, los confesores: todo combate de lenguaje (maché de los antiguos sofistas, disputatio de los escolásticos) se dirige a la posesión de ese lugar. Mediante la última palabra voy a desorganizar, a “liquidar” al adversario, voy a infligirle una herida (narcísica) mortal, voy a reducirlo a silencio, voy a castrarlo de toda palabra. La escena se desarrolla con vistas a ese triunfo: no se trata de ningún modo de que cada réplica concurra a la victoria de una verdad y construya esa verdad, sino solamente que la última réplica sea la buena: es el último golpe de dados lo que cuenta. La escena no se parece en nada a un juego de ajedrez sino más bien a un juego de sortija: no obstante, el juego es aquí revertido, puesto que la victoria corresponde a aquel que logra tener el anillo en su mano en el momento en que el juego se detiene; la sortija corre a todo lo largo de la escena, la victoria pertenece al que capture a ese pequeño animal, cuya posesión asegurará la omnipotencia: la última réplica.

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